jueves, 31 de mayo de 2018

LUIS DE ÁVILA, MARQUÉS CONSORTE DE MIRABEL


           Luis de Ávila y Zúñiga (Plasencia, 1504-1533). Fue marqués consorte de Mirabel, comendador mayor de la Orden de Alcántara e historiador.  Hijo de Esteban de Ávila y Álvarez de Toledo, II Conde del Risco, y su esposa, Elvira de Zúñiga y Guzmán. Su linaje de Ávila, transformó con el tiempo su apellido en Dávila. Su hermano mayor, Pedro Dávila, heredó títulos y estado de su padre, siendo embajador en Inglaterra en 1554. Su padre falleció en 1504, cuando Luis tenía unos meses, ocupándose de la educación su madre. Se casó con su prima María de Zúñiga Manuel y Sotomayor, II Marquesa de Mirabel, siendo marqués consorte. El destino quiso que el matrimonio tuviera cinco hijas: Elvira, Inés, María, Luisa y Jerónima. 

            Fiel servidor de Carlos I de España y emperador del Sacro Imperio, Carlos V, le sirvió como embajador en Roma y le acompañó en la guerra de Túnez en abril de 1535, que cayó el 21 de julio del mismo año. Participó en todas las acciones del ejército imperial contra la Liga de Esmalcalda (1546-1547) y en la batalla de Mühlberg en 1547. En septiembre del mismo año recibió del arzobispo de Colonia seis cráneos reliquias de las once mil vírgenes que se veneran en el convento de las Ursulinas de la citada ciudad alemana, que trajo al convento de San Francisco Ferrer de Plasencia.
            Por encargo de Carlos I de España y V de Alemania, acompañó al futuro rey Felipe II en su viaje de presentación en los Países Bajos en 1549, estando presente en el acto de abdicación de su padre en su favor como rey de España y duque de Borgoña. Luis de Ávila escribió el "Comentario de la guerra de la Alemania hecha por Carlos V...", en el que relata las acciones guerreras del emperador, quien dijo de él: "Que más hazañas había logrado Alejandro Magno, pero que no había tenido tan buen cronista."
            Ya en Yuste, Luis de Ávila visitaba frecuentemente al emperador. El día de su muerte --21 de septiembre de 1558--, el marqués consorte de Mirabel estuvo presente y fue uno de los redactores de la Relación de su fallecimiento. Él murió en su residencia del palacio de Mirabel en 1573, siendo enterrado en la capilla de Nuestra Señora del Rosario de la iglesia de San Francisco Ferrer de Plasencia.

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Bibliografía consultada: Menéndez Pidal, Ramón: Historia de España, la España de Carlos V, Tomo XX, Espasa Calpe, Madrid, 1979; De Ávila, Luis: Comentario de la guerra de Alemania hecha por Carlos V, máximo emperador romano, rey de España, en el año de 1546-1547 (Biblioteca de Autores Españoles, vol. XXI, págs. 409-449); Mateos Calvo, Jerónimo: Luis de Ávila y Zúñiga, Punto Rojo Libros, 2015; y Wikipedia.

sábado, 26 de mayo de 2018

SAN RENATO, EL XIII OBISPO DE MÉRIDA


           San Renato (el que vuelve a nacer) o Renovato (aquel que ha sido restaurado, según la etimología latina) fue obispo de Mérida desde el 616 hasta antes del 632. Enrique Flórez estima que estuvo como obispo dieciséis años. [1] En el episcopologio emeritense aparece como el obispo decimotercero, tras Inocencio (605-616), seguido de Esteban I (632-637), mientras que en el blog "La verdadera libertad" se afirma que es el decimocuarto prelado emeritense. [2]
            Lo poco que se conoce de él se debe al diácono Paulo quien, según Flórez [3], "le conocía muy de cerca, pues refiere con tanta individualidad sus cualidades que parece quiso dexarnos dos retratos, uno de su cuerpo y otro del espíritu". Señala el diácono que "era godo, de familia noble en linaje y muy ilustre en la sangre". Físicamente lo describe como "robusto de estatura y de agradable rostro". Entre sus cualidades subraya  que era "de ingenio vivo y perspicaz"; era "cultivado en artes y florecía en las ciencias eclesiásticas y en las Sagradas Escrituras". Su espíritu era "manso, sufrido, misericordioso, prudente, justo" y edificante en sus acciones. Por ello, el autor de "España sagrada" señala que "fue hallado digno de ser electo abad del monasterio Caulianense, situado junto al río Guadiana", a unas dos leguas de Mérida [4]. Cuenta el diácono Paulo que el obispo Renato tenía gran celo por el bien de sus monjes, a quienes dirigía por la senda de la perfección "con doctrina y el vivo exemplo"; pero sufrió mucho con el descarrío de uno de ellos y, a pesar  de las amables reprensiones que le hacía, seguía cada día peor hasta que un día, por obra de un milagro, el monje se arrepintió y estuvo sin sentido durante varios días. Renovato le ungió con el óleo de la extremaunción y murió tres días después. "Enterrado en el modo acostumbrado, después de quince años o más, el río Guadiana arruinó, con una de sus avenidas, muchas fábricas vecinas, entre ellas el monasterio Caulianense." Al restaurarlo los monjes, y al abrir la sepultura del citado, "salió un olor maravilloso y encontraron su cuerpo tan incorrupto como si en la misma hora hubiera sido enterrado, de suerte que ni el hábito ni los cabellos tenían la más mínima lesión..."
            El diácono Paulo no da muchos detalles de Renovato como pastor de la Iglesia emeritense, si bien deja patente "el zelo con que miraría por el bien universal de las ovejas" y añade que "con su doctrina, con su predicación y con su exemplo crió otros tales como era en sí mismo, que todavía brillaba la Iglesia con su doctrina como la Luna por el Sol que la gobernó por muchos años". Su cuerpo fue enterrado en una capilla junto al altar de la Mártir Santa Eulalia, junto a los de sus predecesores, Masona e Inocente.[5] Allí permaneció durante el tiempo que reinaron los godos, hasta la llegada de los sarracenos, en que Mérida padeció bastantes infortunios y, como estos no respetaban a los santos que hubiere enterrados junto a la Mártir, los cristianos resguardaron las reliquias. En tiempo de los Reyes Católicos, al hacer obras en la basílica de Santa Eulalia, "se descubrió en una concavidad de la pared, cerca del altar mayor, una caja donde había cabezas y huesos de hasta doce o catorce santos. Y quiso nuestro Señor manifestar cómo eran reliquias de sus santos porque demás de sentirse un olor suavísimo en toda la iglesia, con que todos los presentes se alegraban y bendecían al Señor..."
            Su festividad se celebra el 31 de marzo. [6]
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[1] Vid.:  Flórez, Enrique: España sagrada, Vol. XIII, Trat. 41, cap. 8, págs. 208-213.
 
[3] Ob. cit.
 
[4] Vid.: Wikipedia.
 
[5]  Vid. : Blog Cofrades, publicado por Javier Campos (http://cofrades.sevilla.abc.es/profiles/blogs/san-renato-de-m-rida)
 
[6]  Vid.:  Deguate.com, publicado por Elsa Robles. (http://www.deguate.com/artman/publish/santo-de-hoy/san-renato-de-merida.shtml).


viernes, 25 de mayo de 2018

"UNA NOCHE EN CÁCERES" CON DÍAZ-CAÑABATE


           Antonio Díaz-Cañabate (Madrid, 1897-1990) fue periodista, escritor y crítico taurino (en ABC, desde 1958 hasta 1972, hora de su retirada). Cronista oficial de la villa y corte desde 1966, tuvo dos amores: Madrid y la tauromaquia, a la que canta con nostalgia en "Historia de una taberna" (1944). En 1950 publica "La fábula de Domingo Ortega" [1], el torero castellano con el que recorre toda España. Ortega  nació en Borox, Toledo, en 1906, y falleció en Madrid en 1988. En el mes de mayo de finales de los 40, el torero viene a Cáceres para participar en una corrida de su feria. Díaz-Cañabate dice en su último capítulo que empezó el libro en 1943 y lo terminó el 19 de agosto de 1949. Quizás ese mismo año o el anterior --pues le quedaban cinco capítulos más para concluirlo-- escribe en esta obra el capítulo "Una noche en Cáceres". El cronista hace un alto en su fábula, y aprovecha que el maestro duerme en la habitación del hotel Álvarez para descubrir "Cáceres a la luz de las estrellas". Pasea el cronista durante toda la noche por la ciudad antigua. La vive, la siente, la palpa, se enamora de su embrujo. "Cáceres es una ciudad maravillosa. Su parte antigua, conservada casi intacta, está en lo alto, dominando el moderno caserío, y aún subsiste bastante parte de las murallas romana y árabe", escribe. Le llama la atención el "Torreón de Bujaco". "Nos anonada más que su fábrica, su robustez. Embutido entre modernas construcciones, es como un gigante que nos saliera al paso y nos hablara en latín. Así, este Torreón de Bujaco se nos aparece, no con aire fantasmal. Quizá sea el vino que bebimos con Juanillo el que transforma las piedras en contornos de matrona que ampara en su regazo la feria de Cáceres, que acoge mi pobre personilla, huérfana de lecho, y le da ánimos para la noche en vela... El caso es que emprendo con buen talante la ascensión de la escalinata que, muy próxima a él, conduce al Arco de la Estrella, practicado en la antigua muralla. Trasponer un arco  de prisa, como se anda por la Carrera de San Jerónimo, es grave pecado. Hay que cruzarlo con paso lento y continente ceremonioso, oyendo interiormente música de atabales y añafiles, ecos de trompas. Hay que sentirse conquistador de algo, aunque no sea más que de la noche cacereña, o señor de las cigüeñas que allá, en lo alto de sus nidos, redoblan sus castañeteos en nuestro honor."
            Ya está el cronista en la ciudad antigua. ¿Cómo la ve, cómo la siente y la describe? Entra en la plaza de Santa María a las tres y media de la madrugada; enciende un cigarro porque "sin cigarros puros, las ferias se empequeñecen". Reposa en un banco, "que hasta las cinco y media de la tarde que empiezan los toros hay tiempo". Da lumbre a un beodo que va dando traspiés. Se levanta y se pierde por otra callejuela "entre palacios, iglesias y casucas". Camina sin prisa y al azar. Se siente trasladado a otra época. "Es curioso este afán que a muchos hombres domina por haber vivido en otras edades." Se conformaría -dice- "con haber sido gran señor en Cáceres en el siglo XVI y con que este palacio de los Golfines hubiera sido mío..." Continúa su paseo entre añoranzas de los magnates de aquellos tiempos: "los Blázquez, Ovando, Ulloa, Carvajal. Saavedra... estirpes extremeñas ilustres, dueñas de estos palacios que tan tristes se presentan a mis ojos soñolientos... Y cansado de pisar guijarros puntiagudos, de subir y bajar callejones en cuesta, retorno otra vez a la Plaza Mayor". El cronista se refugia en los soportales al husmeo del reposo de una churrería "o algo parecido que me dé cobijo y aliento". Pregunta a una pareja de guardias que pasea por si hubiere algo abierto durante esas horas. Le responden que hay un café que no cierra en las noches de feria, allá, "en un paseo cuyo nombre olvidé". Lo describe como un café moderno, "de falso lujo pretencioso", "en donde están tumbados, dormitando en posturas inverosímiles, feriantes sin hogar. Algunos roncan como benditos. Me tomo un tazón de algo parecido al café con leche". Escucha que, dentro de media hora, llegará el tren de Madrid, en el que vendrá la cuadrilla de Ortega. Piensa: quizás el mozo de espadas le proporcione cama para dormir unas horas, porque aún quedan más de doce para que suene el clarín en la Era de los Mártires. Y se dirige a ella (antes en la barriada de Moctezuma) algo reconfortado, no tanto por el brebaje cafetero, sino por dos copas de anís seco, "que es el gran estimulante de los amaneceres".  Del Cáceres secular ha saltado al tumulto pequeñito, pero tumulto, al fin, del ferrocarril. "Ante la cantina se agolpan los que pretenden matar el gusanillo ese de la mala leche o del madrugón." Llegan los subalternos de Ortega, capitaneados por Jesús.
            --Pero, don Antonio, qué hace usted a estas horas en la estación?-- le interpela este.
            --Pues nada, tomando el fresco y de paso, unas copas de anís.
             --Como si lo viera --me dice Blanquito, el buen banderillero-- que te has metido en juerga y terminas ahora.
            --Hombre, claro, ya sabes tú lo que es Cáceres: Sevilla en miniatura. Si le digo que he estado paseando entre palacios antiguos desmerezco mucho ante sus ojos...
            Acumulado el equipaje en una carretilla, y andando por falta de medios de locomoción, se dirigen a la Plaza Mayor, donde se encuentra el alojamiento apalabrado por Jesús.
            --No se apure usted, don Antonio: allí tendrá usted la mejor cama", le dice.
            Al llegar a la plaza ya están abiertos los cafés. En uno de los soportales, toman churros y tortas de aceite con el café. Jesús va a ocuparse de las camas. Vuelve y les dice:
            --Mal anda el asunto. Pero me ha prometido el dueño que dentro de una hora tendrá una cama libre para usted.
            Y sobre las ocho de la mañana toma posesión de un lecho, en una  habitación interior, "llena aún de efluvios, no muy aromáticos, del huésped que la ocupó toda la noche". Como el sueño le rendía, se acostó con la añoranza de la cama del siglo XVI en el palacio de los Golfines. Decide levantarse y que le sustituya como pasto de los chinches otro ciudadano de más dura epidermis. "A la calle de nuevo, que ya falta menos para las cinco y media." 
            Díaz-Cañabate se recoge en otro café. Son las nueve de la mañana. Compra un periódico y lo lee. Se queda dormido. Se despierta a las once, cuando muchos parroquianos roncaban. Echa de menos el agua y piensa que lo mejor será ir al hotel Álvarez, residencia de Domingo, "a ver si en su lavabo podía chapuzarme la cara".
            --¿No has dormido? ¿Qué has hecho? ¿De juerguecita, eh?
            --No, señor; no he estado de juerga; he estado de arqueología, para que te enteres!
            Se lava y se afeita. "Esto de afeitarse descansa mucho. La barba a los moros les sienta muy bien, pero a los cristianos, nada más que regular... "Sea lo que fuere, es que después de una noche sin dormir parece que, al rasurarnos los pelitos del rostro, raemos también el sueño que se queda entre pompas de jabón en la maquinilla". Sale a la calle como nuevo y recuerda: "Ahora me doy cuenta que este capítulo se titula Domingo Ortega en el campo y yo estoy aquí venga a hablar de Cáceres y del insomnio y de otras zarandajas que en nada se relacionan con el tema..."
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[1] Díaz-Cañabate,  Antonio: La fábula de Domingo Ortega, prólogo de Luis Calvo, 2ª edición, Juan Valero editor, Madrid.


martes, 15 de mayo de 2018

INHIBICIÓN DE LA PALABRA


           Somos unos inhibidos. Estamos rodeados de restricciones, impedimentos y prohibiciones para actuar tal cual somos. Nos inhibimos no tanto por la ley como por la formación, la falta de confianza o la sinceridad. La inhibición es un impedimento, un estorbo, una prohibición, ante la que muchos se rebelan: prohibido prohibir... Hay dos inhibiciones en el Derecho: la del juez que se inhibe de una causa por no ser de su competencia; y la inhibición general de los bienes de un individuo o compañía, recurso del que hace uso quien cree tener derecho de acreedor sobre la persona o empresa, porque la misma hubiera incumplido un pago o relación contractual. Si la inhibición resultare efectiva por vía legal, el inhibido no podrá disponer de los bienes restringidos, inhibidos. Nos inhiben el dolor por la medicación. Nos inhibimos de expresarnos libremente ante oídos no preparados para escuchar. A cada momento, nos reprimimos en el ejercicio de facultades o hábitos. Nos declaramos incompetentes por inhibidos. No declaramos nuestros deseos por una inhibición de dudosa respuesta. Solo si nos preguntan, y respondemos por nuestra conciencia y honor, podemos evadirnos de la capacidad inhibitoria de la palabra que emana de la voluntad del ser.
            El temor al castigo nos inhibe de un acto o deseo; pero cuando no concurre esta realidad, hay otras inhibiciones en las que sumergirnos ante el temor de no vernos complacidos. No declaramos un amor a tiempo, y ese amor se evapora; nunca más volverá... No vemos a alguien a quien deseamos, pasa el tiempo y la inhibición de la palabra frustra el deseo anhelado. La inhibición viene, sí, del sujeto que la encarna; pero está sujeta siempre a otras conductas o hábitos, sean leyes, o deseos personales. Negamos la realidad y nos inhibimos de la responsabilidad. Nos pasamos de un grupo a otro para seguir montados en el tren y nos inhibimos de la ética que debiere ilustrarnos para pasarnos a la vía de la evasión, que no será nunca la inhibición de la palabra que nos cierra el alma. La libertad no inhibe el deseo; lo inhibe quizá la respuesta a ese deseo.

jueves, 3 de mayo de 2018

DOÑA MARÍA LA BRAVA


           María Rodríguez de Monroy, conocida como Doña María la Brava, nació en Plasencia en el palacio de su familia, también conocido como Casa de las Dos Torres. Casada con Enrique Enríquez de Sevilla, Señor de Villaba de los Llanos, se trasladó a vivir al palacio de la familia de su marido en Salamanca, ahora conocido como Casa de doña María la Brava. Tuvo cinco hijos, tres varones y dos mujeres: Alonso, Pedro, Luis y María y Aldonza. Enriquez de Sevilla murió en 1454, dejando a María con los cinco hijos, el mayor de ocho años. En 1457 murió Alonso, el primogénito.
            En 1465 ocurrió en Salamanca un trágico suceso. Durante un juego de pelota hubo una disputa entre los hermanos Manzano (Simón y Alonso) y los hermanos Enríquez (Luis y Pedro), hijos de doña María. La discusión se encrespó y los Manzano mataron a Luis, el menor de doña María. Temiendo la venganza del hermano mayor, le avisaron de que su hermano había sido malherido. Los Manzano y sus criados le prepararon una emboscada y le dieron muerte, huyendo de la ciudad por consejo paterno. Al enterarse del suceso, la madre persiguió a los asesinos de sus hijos hasta encontrarlos en una posada de la ciudad portuguesa de Viseu. Allí los prendieron y ejecutaron. Doña María ordenó que los decapitasen y regresó a su casa con las cabezas, que depositó en las tumbas de sus hijos enterrados en la iglesia de Santo Tomé. "Hijos míos, --les dijo-- he aquí a vuestros asesinos. Descansad ahora en paz."
            Este hecho encrespó los ánimos: la ciudad se dividió en dos bandos: el llamado de San Benito, con la familia de los Manzano, y el de Santo Tomé, encabezado por los Enríquez. La rivalidad no concluyó hasta la intervención del fraile Juan de Sahagún (Sahagún, 1430; Salamanca, 1479), --canonizado en 1691 por el papa Alejandro VIII y patrón de su ciudad natal, de la homónima colombiana y de Salamanca-,  quien logró apaciguar los ánimos y terminar con la guerra de los dos bandos el 30/09/1476, con el Acta de la Concordia. Poco después falleció doña María.
           El 27 de noviembre de 1909, el dramaturgo Eduardo Marquina llevó a los escenarios del Teatro de la Princesa de Madrid la vida de María Rodríguez, en la obra titulada Doña María la Brava, cuyo personaje encarnó la actriz María Guerrero. La obra se repuso en el Teatro Infanta Beatriz de Madrid en 1944, interpretada también por María Guerrero.


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Bibliografía consultada: Álvarez, Luciano: María, la brava, en El País, de 08/04/2017; www.extremaduramisteriosa.com; blog.hotelregio.com; y Wikipedia.