viernes, 21 de marzo de 2008

La Piedad





La Piedad nos habla de comprensión; nos invita al perdón porque todo en Ella es misericordia; nos sugiere el amor porque su dulce faz es devoción. La Piedad subsume este otro misterio de la Pasión: la clemencia, virtud de los justos, y el amor, victoria sobre la muerte, reencarnación de la vida.

¿Hubiere advocación más acogedora, maternal, suplicada por la humanidad, que la Piedad? “Ten piedad de mí”, humanísima súplica para los hombres sin piedad. Piedad Ella misma por quienes no tienen piedad. Piedad de los afligidos que no hallaren piedad. Piedad de los huérfanos por quienes nadie tiene piedad. Piedad de los niños explotados en su cuerpo e inocencia, sin amparo y sin piedad. Piedad de los que no tienen piedad porque ignoran la compasión. Piedad de quienes eluden la lástima, la misericordia y la conmiseración. Piedad de los sin amor y comprensión. Piedad de los que solo se amparan a sí mismos porque en su corazón no anida la piedad. Piedad, en fin, de quienes carecen de esa virtud inspiradora de la devoción a lo más sagrado, movida por la propia piedad.

Contrapunto de la Dolorosa, la Piedad. Su dolor callado, sufrido, doliente, ya en silencio, instado por su propia piedad. No tiene lágrimas que efundir la Piedad, porque todas fueron dadas ya por el Hijo. Y ahora, sin puñales que atraviesen su corazón, ni pañuelo para enjugar su lagrimal derramado, solo permanece la Piedad. Piedad por su Hijo y por sus verdugos, por los inductores de esa muerte, los maltratadores de la vida, sin piedad por la vida. La Piedad encarnada por el Hijo del Hombre, sobre su regazo, exánime, de vuelta a la Madre. La Piedad misma, en un mundo impío, sin piedad.



¿Qué nos dice la Piedad de Miguel Ángel, que habla sin hablar en su quietud infinita? Buonarroti extrae del frío mármol todos los jugos de la advocación que da a su obra, y algo más. Hay dos lecturas del conjunto: la artística y la moral; las dos fusionadas en el material, inseparables, de una pieza. La Madre sostiene el cuerpo de su Hijo muerto; hace cuerpo el rico modelaje del manto y, sobre él, las dos figuras: la indecible dulzura de la joven Madre y la pulida superficie del cuerpo exánime, sin exageración anatómica, como en el Moisés o en el David. Resalta el escultor el rostro de una madre más joven que su Hijo para materializar, divinizándola, su virginidad. Y sobre el conjunto, la misericordia, la compasión, el amor, la ternura de la Madre. En su regazo y mirada toda, tal un efluvio: la Piedad, la Piedad del mundo en el mármol encarnada.

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