Todo el mundo recuerda hoy al bravo jugador español Luis Enrique y al italiano Tassotti. Casi nadie, a uno de los mejores árbitros del mundo en 1994, el húngaro Sandor Pohl, que no vio, o no quiso ver, lo que todo el mundo pudo ver: el codazo del italiano al español, que le rompió la nariz y le hizo sangrar abundantemente. Debió ser expulsión directa y penalti; pero nada pasó.
La eterna maldición de los cuartos de final, ya sean en la Eurocopa o en el Mundial, nos enfrenta de nuevo a Italia. De nada vale el ruego de Luis Enrique, que solicita venganza a su compatriota y paisano Villa. Para nada, que Tassotti figure como reserva, ni que Donadoni, uno de los grandes de la escuadra azzurra del 94, sea hoy su seleccionador.
En aquellos cuartos de final del Mundial de Estados Unidos 1994, se produjeron hechos incotrovertibles: España venía de derrotar limpiamente a Suiza por 3-0 en la primera fase, e Italia apenas había rozado un 2-1 ante Nigeria; pero la sangre derramada de Luis Enrique tuvo un escaso eco, el que hoy tiene, catorce años después, a toro pasado. El gol de Baggio desde cuarenta metros; el clamoroso fallo de Luis Salinas, solo ante el portero, cuando todo el estadio cantaba el gol; y, sobre todo, el árbitro: la FIFA deseaba una final Italia-Brasil, que emulara aquella gran semifinal, que debió ser la final, de México 70: Italia-Alemania. Como premio por no ver lo que todo el mundo vio, Pohl arbitró también la final de Estados Unidos 94.
La furia española es la desesperación de los mediocres, como los árbitros son, a veces, la excusa de los malos perdedores o la mala suerte coincide siempre en los cuartos de final.
Otro gran jugador español, José Antonio Camacho, seleccionador en el último Mundial de Corea y Japón, ha sido considerado como uno de los últimos exponentes de la “furia española”. En el Mundial de México 86, tuvo que salir del campo para ser asistido de una herida en la cabeza. Volvió al terreno de juego con un aparatoso vendaje que le cubría hasta los ojos, y no por ello dejó de demostrar la bravura del toro herido en su lucha contra el adversario.
En su etapa como entrenador del Español de Barcelona, las cámaras recogieron el instante en que uno de sus jugadores, Roberto Fresnedoso, se acercó al banquillo en busca del agua milagrosa que curara uno de sus dedos lesionados. La bronca de Camacho hizo época: “Yo juqué el Mundial de México 86 con una venda en la cabeza abierta”, le respondió, y le hizo volver al terreno de juego.
La sangre de Luis Enrique y la de Camacho, la más tierna y recordada, derramada sobre el verde césped de los campos americanos, constituye, por encima del simbolismo de una furia acabada, un olor que debe extraprolarse al trabajo de equipo, la entrega, el sacrificio. la estrategia, la cabeza y no el corazón, los avances tecnológicos, la dieta, los fisioterapeutas. nunca al acojone a la hora de la verdad.
No ganamos a Italia en competición oficial desde hace ochenta y ocho años: desde 1920, en los Juegos Olímpicos de Amberes, en que ganamos por 1-0. Ocho triunfos a favor de España, diez empates y nueve derrotas en contra de “la roja” Villa ha saboreado ya las mieles del triunfo, en el que él considera “el mejor gol de su carrera deportiva” ante Italia.
La mítica barrera psicológica de los cuartos de final se presenta hoy con dos concepciones de fútbol distintas: la de una Italia ganadora y la de una España con complejo de superioridad, de un lado, y de inferioridad, de otro. España gana, pero no convence; falla penaltys inexplicables; no gestiona sus ventajas y, si las hubiere, la echaremos a perder en los penaltys, como Croacia ante Turquía. Por algo será que el Madrid y el Barça prefieren siempre de cuartos hacia arriba de la Copa de Europa de Campeones de Liga a ingleses antes que a italianos. Schuster, entrenador del Madrid, entonces jugador del Barcelona, lo expresó claramente una vez: ”¡Hostia, nos ha tocado un italiano...!”
No siempre vencen los mejores; ganan los más sabios. Y por “sabio de Hortaleza” es tenido nuestro actual seleccionador. Esperemos que lo sea también de España entera.
Ojalá lleguemos a la final sin más sangre roja derramada que el sudor blanco expelido por nuestros jugadores, como la excesiva sudoración de Camacho en los banquillos de Corea, vivencia de una furia incontenida que empezara en Amberes y concluyera, con solo una Copa de Europa de Naciones, en 1964, en el Bernabéu, con el gol de Marcelino.
La eterna maldición de los cuartos de final, ya sean en la Eurocopa o en el Mundial, nos enfrenta de nuevo a Italia. De nada vale el ruego de Luis Enrique, que solicita venganza a su compatriota y paisano Villa. Para nada, que Tassotti figure como reserva, ni que Donadoni, uno de los grandes de la escuadra azzurra del 94, sea hoy su seleccionador.
En aquellos cuartos de final del Mundial de Estados Unidos 1994, se produjeron hechos incotrovertibles: España venía de derrotar limpiamente a Suiza por 3-0 en la primera fase, e Italia apenas había rozado un 2-1 ante Nigeria; pero la sangre derramada de Luis Enrique tuvo un escaso eco, el que hoy tiene, catorce años después, a toro pasado. El gol de Baggio desde cuarenta metros; el clamoroso fallo de Luis Salinas, solo ante el portero, cuando todo el estadio cantaba el gol; y, sobre todo, el árbitro: la FIFA deseaba una final Italia-Brasil, que emulara aquella gran semifinal, que debió ser la final, de México 70: Italia-Alemania. Como premio por no ver lo que todo el mundo vio, Pohl arbitró también la final de Estados Unidos 94.
La furia española es la desesperación de los mediocres, como los árbitros son, a veces, la excusa de los malos perdedores o la mala suerte coincide siempre en los cuartos de final.
Otro gran jugador español, José Antonio Camacho, seleccionador en el último Mundial de Corea y Japón, ha sido considerado como uno de los últimos exponentes de la “furia española”. En el Mundial de México 86, tuvo que salir del campo para ser asistido de una herida en la cabeza. Volvió al terreno de juego con un aparatoso vendaje que le cubría hasta los ojos, y no por ello dejó de demostrar la bravura del toro herido en su lucha contra el adversario.
En su etapa como entrenador del Español de Barcelona, las cámaras recogieron el instante en que uno de sus jugadores, Roberto Fresnedoso, se acercó al banquillo en busca del agua milagrosa que curara uno de sus dedos lesionados. La bronca de Camacho hizo época: “Yo juqué el Mundial de México 86 con una venda en la cabeza abierta”, le respondió, y le hizo volver al terreno de juego.
La sangre de Luis Enrique y la de Camacho, la más tierna y recordada, derramada sobre el verde césped de los campos americanos, constituye, por encima del simbolismo de una furia acabada, un olor que debe extraprolarse al trabajo de equipo, la entrega, el sacrificio. la estrategia, la cabeza y no el corazón, los avances tecnológicos, la dieta, los fisioterapeutas. nunca al acojone a la hora de la verdad.
No ganamos a Italia en competición oficial desde hace ochenta y ocho años: desde 1920, en los Juegos Olímpicos de Amberes, en que ganamos por 1-0. Ocho triunfos a favor de España, diez empates y nueve derrotas en contra de “la roja” Villa ha saboreado ya las mieles del triunfo, en el que él considera “el mejor gol de su carrera deportiva” ante Italia.
La mítica barrera psicológica de los cuartos de final se presenta hoy con dos concepciones de fútbol distintas: la de una Italia ganadora y la de una España con complejo de superioridad, de un lado, y de inferioridad, de otro. España gana, pero no convence; falla penaltys inexplicables; no gestiona sus ventajas y, si las hubiere, la echaremos a perder en los penaltys, como Croacia ante Turquía. Por algo será que el Madrid y el Barça prefieren siempre de cuartos hacia arriba de la Copa de Europa de Campeones de Liga a ingleses antes que a italianos. Schuster, entrenador del Madrid, entonces jugador del Barcelona, lo expresó claramente una vez: ”¡Hostia, nos ha tocado un italiano...!”
No siempre vencen los mejores; ganan los más sabios. Y por “sabio de Hortaleza” es tenido nuestro actual seleccionador. Esperemos que lo sea también de España entera.
Ojalá lleguemos a la final sin más sangre roja derramada que el sudor blanco expelido por nuestros jugadores, como la excesiva sudoración de Camacho en los banquillos de Corea, vivencia de una furia incontenida que empezara en Amberes y concluyera, con solo una Copa de Europa de Naciones, en 1964, en el Bernabéu, con el gol de Marcelino.
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