Para Esther Gutiérrez y Paco Martín,
soñadores de una Extremadura tolerante
La envidia es tiña; es tristeza o pesar por el bien ajeno, el deseo de algo que no se posee; uno de los siete pecados capitales señalados por la Iglesia; un rasgo siempre distintivo del ser español; el más propio, según Unamuno, quien la definía como “una declaración de inferioridad”. La envidia es un deseo, una apetencia de la voluntad. La envidia es el afán de poseer, no de privar. No trasciende, por tanto, del propio sujeto que la encarne sino en su propia mente.
España y los españoles fueron siempre tintes de envidia: lo que tenían otros de lo que uno carecía; la suerte de algunos frente a la desgracia de los más; el ascenso sin méritos, la ocupación sin trabajo de los señoritos, la vivencia de las rentas, el dinero que vino por el juego, la propiedad del vecino, la felicidad de un amor consagrado, la suerte de quienes se quedaban “fuera de cupo”…, todo era una pura envidia. Como su sinónimo parejo, los celos, que corroen y matan, y todo lo enturbian, como el resentimiento, la animosidad, el rencor, la tirria, la rabia, el resquemor…
Frente a la envidia que no trasciende, la intolerancia trascendente. La intolerancia es la falta de tolerancia, especialmente religiosa. La tolerancia significa el respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias, según el Diccionario de la RAE.
La intolerancia ha ampliado su campo conceptual: frente al social o político, la ausencia de tolerancia de los puntos de vista de otras personas, la actitud irrespetuosa hacia las características distintas de las propias; la discriminación, la segregación, el racismo, la intransigencia política, el fanatismo, el fundamentalismo…
Pareciere, hoy más que nunca, que la intolerancia ha sustituido a la envidia como principal pecado capital de los españoles, aunque no entre en el campo de los siete. La intolerancia se refleja en el espejo de la vida como la envidia se traslucía en los ojos del alma. Hay intolerancia en la calle, en la vida de comunidad, en los conductores, en la clase escolar y, sobre todo, contra un derecho constitucional: la libertad de opinión, que no se respeta si no coincide con la propia.
Frente a la envidia que tiñe el alma, la intolerancia del corazón y la mente del ser humano, más inhumano en la intolerancia que en la envidia, que no trasciende. El respeto, sinónimo de tolerancia, debe alzarse en este campo, como en todo, en la transigencia, en la tolerancia. Como apuntara Jaime Balmes, “no es tolerante quien no tolera la tolerancia”.
soñadores de una Extremadura tolerante
La envidia es tiña; es tristeza o pesar por el bien ajeno, el deseo de algo que no se posee; uno de los siete pecados capitales señalados por la Iglesia; un rasgo siempre distintivo del ser español; el más propio, según Unamuno, quien la definía como “una declaración de inferioridad”. La envidia es un deseo, una apetencia de la voluntad. La envidia es el afán de poseer, no de privar. No trasciende, por tanto, del propio sujeto que la encarne sino en su propia mente.
España y los españoles fueron siempre tintes de envidia: lo que tenían otros de lo que uno carecía; la suerte de algunos frente a la desgracia de los más; el ascenso sin méritos, la ocupación sin trabajo de los señoritos, la vivencia de las rentas, el dinero que vino por el juego, la propiedad del vecino, la felicidad de un amor consagrado, la suerte de quienes se quedaban “fuera de cupo”…, todo era una pura envidia. Como su sinónimo parejo, los celos, que corroen y matan, y todo lo enturbian, como el resentimiento, la animosidad, el rencor, la tirria, la rabia, el resquemor…
Frente a la envidia que no trasciende, la intolerancia trascendente. La intolerancia es la falta de tolerancia, especialmente religiosa. La tolerancia significa el respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias, según el Diccionario de la RAE.
La intolerancia ha ampliado su campo conceptual: frente al social o político, la ausencia de tolerancia de los puntos de vista de otras personas, la actitud irrespetuosa hacia las características distintas de las propias; la discriminación, la segregación, el racismo, la intransigencia política, el fanatismo, el fundamentalismo…
Pareciere, hoy más que nunca, que la intolerancia ha sustituido a la envidia como principal pecado capital de los españoles, aunque no entre en el campo de los siete. La intolerancia se refleja en el espejo de la vida como la envidia se traslucía en los ojos del alma. Hay intolerancia en la calle, en la vida de comunidad, en los conductores, en la clase escolar y, sobre todo, contra un derecho constitucional: la libertad de opinión, que no se respeta si no coincide con la propia.
Frente a la envidia que tiñe el alma, la intolerancia del corazón y la mente del ser humano, más inhumano en la intolerancia que en la envidia, que no trasciende. El respeto, sinónimo de tolerancia, debe alzarse en este campo, como en todo, en la transigencia, en la tolerancia. Como apuntara Jaime Balmes, “no es tolerante quien no tolera la tolerancia”.
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