La despedida de José, el primer emigrante de Granadilla que se marchó a Alemania con contrato de trabajo, no sería como la de los indianos que hicieron las Américas en el siglo XVI: Andrés García, Diego Muñoz, Tomás Martín…; no tampoco la de los primeros exiliados que abandonaren el pueblo, en una tierra de inmigrantes forzosos, de emigrantes forzados. La despedida de José fue algo especial entre las despedidas todas que hubo en Granadilla desde 1957, año del inicio de la construcción del pantano de Gabriel y Galán, hasta la última que se produjere en 1965.
José era criado de uno de los señores de la villa. Toda su vida en el campo, con los animales, sirviendo con lealtad a sus amos, desde el amanecer hasta el ocaso. Tuviere José conocimiento de aquellos primeros contratos que se ofrecían desde Alemania. Y no se lo pensó dos veces: dejó mujer y a su primer nasciturus en el pueblo y emprendió el camino hacia Alemania.
El vehículo que le trasladaría quizás hasta la estación de tren más próxima, Casas del Monte, (la ruta férrea también perdida) esperaba en los soportales del ayuntamiento. Todo el pueblo le abrazaba, le deseaba suerte; las mujeres lloraban enternecidas. Su madre y esposa contemplaban las demostraciones de cariño y simpatía hacia su hijo y esposo. Parecía no terminar nunca el duelo de despedida.
No se marchaba José de su pueblo para siempre; pero era el primer emigrante que se iba a un país lejano, necesitado de mano de obra para concluir la reconstrucción preconizada por Konrad Adenauer, el gran canciller artífice de la nueva Alemania nacida de las cenizas de la segunda gran guerra.
No deseaba tampoco José prolongar aquella agonía de despedida que le ofrecia su pueblo. La maleta ya cargada, el conductor en su sitio, a la espera. De pronto, se giró hacia su madre. El último abrazo era para ella. “¡Madre: nunca te olvidaré!”, le dijo José entre lágrimas, y la abrazó tierna, dulce, prolongadamente.
De pronto, desasido José del abrazo de su madre, nadie pudo evitar a su alrededor que ésta cayera fulminada sobre los rollos de los soportales de la casa consistorial. Hombres y mujeres la ayudaron a levantarse; le dieron agua y la abanicaron. Volvió en sí, y José no esperó más: se subió al coche y decenas de pañuelos le despidieron hasta abandonar la Puerta de la Villa.
Al verano siguiente, José regresó al pueblo por vacaciones, algo insólito y, además, pagadas sin trabajar. Todo el mundo le reconocía por su físico, pero no por sus ropas. Hablaba José de su trabajo en Alemania, de los giros enviados a su mujer para su subsistencia, de los españoles que allí compartían con él vida y trabajo. Vestía camisa y pantalón desconocidos hasta entonces en la villa; pero no había perdido la humildad de su cuna.
Narraba a todos los que le escuchaban los pormenores de una vida tan distinta y diferente a la del pueblo; el amor de los alemanes por la naturaleza y los animales; hasta sabía algunas palabras en alemán, que dejaban perplejos a sus paisanos al oírlas.
Tenía ya un hijo José, del que no se separaba nunca y, entre charla y charla, jugaba con él como le enseñaron los alemanes. Le instruía en el amor a los pajaritos que poblaban las moreras de nuestra plaza, de los perros que aguardaban a sus amos a la salida del café-bar “Angelito”, en la plaza. Seguía siendo el mismo José, pero distinto en el vestir, en el hablar, en el trato, sin las ropas raídas y sucias de sus faenas de criado. "¡Anda con José, cómo ha cambiado!”, murmuraban algunas mujeres.
Solo entonces recordé el desmayo de su madre en la despedida, la única quizá sin lágrimas de todo el pueblo, la otra despedida de Granadilla, la más recordada junto a la propia del exilio: la de su primer emigrante a Alemania: José, el criado de D. Fernando, ahora de sí mismo y de su familia, para siempre en el recuerdo.
José era criado de uno de los señores de la villa. Toda su vida en el campo, con los animales, sirviendo con lealtad a sus amos, desde el amanecer hasta el ocaso. Tuviere José conocimiento de aquellos primeros contratos que se ofrecían desde Alemania. Y no se lo pensó dos veces: dejó mujer y a su primer nasciturus en el pueblo y emprendió el camino hacia Alemania.
El vehículo que le trasladaría quizás hasta la estación de tren más próxima, Casas del Monte, (la ruta férrea también perdida) esperaba en los soportales del ayuntamiento. Todo el pueblo le abrazaba, le deseaba suerte; las mujeres lloraban enternecidas. Su madre y esposa contemplaban las demostraciones de cariño y simpatía hacia su hijo y esposo. Parecía no terminar nunca el duelo de despedida.
No se marchaba José de su pueblo para siempre; pero era el primer emigrante que se iba a un país lejano, necesitado de mano de obra para concluir la reconstrucción preconizada por Konrad Adenauer, el gran canciller artífice de la nueva Alemania nacida de las cenizas de la segunda gran guerra.
No deseaba tampoco José prolongar aquella agonía de despedida que le ofrecia su pueblo. La maleta ya cargada, el conductor en su sitio, a la espera. De pronto, se giró hacia su madre. El último abrazo era para ella. “¡Madre: nunca te olvidaré!”, le dijo José entre lágrimas, y la abrazó tierna, dulce, prolongadamente.
De pronto, desasido José del abrazo de su madre, nadie pudo evitar a su alrededor que ésta cayera fulminada sobre los rollos de los soportales de la casa consistorial. Hombres y mujeres la ayudaron a levantarse; le dieron agua y la abanicaron. Volvió en sí, y José no esperó más: se subió al coche y decenas de pañuelos le despidieron hasta abandonar la Puerta de la Villa.
Al verano siguiente, José regresó al pueblo por vacaciones, algo insólito y, además, pagadas sin trabajar. Todo el mundo le reconocía por su físico, pero no por sus ropas. Hablaba José de su trabajo en Alemania, de los giros enviados a su mujer para su subsistencia, de los españoles que allí compartían con él vida y trabajo. Vestía camisa y pantalón desconocidos hasta entonces en la villa; pero no había perdido la humildad de su cuna.
Narraba a todos los que le escuchaban los pormenores de una vida tan distinta y diferente a la del pueblo; el amor de los alemanes por la naturaleza y los animales; hasta sabía algunas palabras en alemán, que dejaban perplejos a sus paisanos al oírlas.
Tenía ya un hijo José, del que no se separaba nunca y, entre charla y charla, jugaba con él como le enseñaron los alemanes. Le instruía en el amor a los pajaritos que poblaban las moreras de nuestra plaza, de los perros que aguardaban a sus amos a la salida del café-bar “Angelito”, en la plaza. Seguía siendo el mismo José, pero distinto en el vestir, en el hablar, en el trato, sin las ropas raídas y sucias de sus faenas de criado. "¡Anda con José, cómo ha cambiado!”, murmuraban algunas mujeres.
Solo entonces recordé el desmayo de su madre en la despedida, la única quizá sin lágrimas de todo el pueblo, la otra despedida de Granadilla, la más recordada junto a la propia del exilio: la de su primer emigrante a Alemania: José, el criado de D. Fernando, ahora de sí mismo y de su familia, para siempre en el recuerdo.
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