Ha sido elegido alcalde en febrero del 36. Lidera un proyecto de progreso para su pueblo, el ideal de un mundo nuevo, con hombres y mujeres libres. Aspira a que todos sus convecinos tengan trabajo, educación, viviendas, agua potable, tierras de pasto y labor para todos. Hasta su agrupación ha sido denominada “La Nueva Aurora”, como si desearen el nuevo amanecer al que aspiraren a la salida del Sol.
Lisero ha sido zapatero, como su abuelo y su padre. De ellos ha aprendido el oficio. Hace zapatos y reparaciones con escasas y pobres herramientas; pero da trabajo a varios empleados.
Aspira también a construir un mundo nuevo y utópìco: la lucha contra las desigualdades sociales. Es concejal en 1931. No entra en el segundo ayuntamiento republicano; sin embargo, en febrero del 36, es elegido alcalde. Él y sus concejales son cesados el día 20 de julio y sustituidos por una gestora. El día 15 se hallan reunidos en él, a la espera. Entra el capitán Corbín; no desean derramamiento de sangre y le entregan el Ayuntamiento de forma pacífica.
Torna entonces Vicente Lisero a su casa de la calle Corredera, con su mujer y sus cuatros hijos, En la planta baja ha situado su taller desde su matrimonio con Andrea. Vuelve a su trabajo. Nadie le molesta. Alguien le pide que huya; pero se mantiene junto a los suyos, porque nada malo ha hecho, sino trabajar para su familia y por su pueblo.
A primeros de agosto le encarcelan junto al que había sido su teniente de alcalde, Asterio Mateos. La Cárcel Real será mudo testigo de sus cuitas; de la preocupación por sus familiares y por el porvenir. Nada les inquieta más que la situación que nunca hubieren imaginado ni deseado; la interrupción de su obra a favor del pueblo.
Al atardecer del 27 de agosto, les sacan de la cárcel y les obligan a subir a una camioneta, junto a otras siete personas: un guarda municipal, un peluquero, el secretario, el propietario del salón de sus primeros bailes, otros tres de Sierra de Gata, entre ellos una maestra.
Ven la luz y, de nuevo, las calles del pueblo amado. Ha subido Vicente a la camioneta y ha gritado en alta voz, sabedor de su destino, que le maten en la plaza, a la vista de su pueblo, en la plaza de la Constitución, símbolo de la legalidad aplastada, hoy plaza de España, símbolo de la libertad recuperada y de la concordia.
Atraviesa la calle Corredera, entonces Avenida de Pablo Iglesias; pasa por delante de su casa. En la puerta está su mujer, avisada por su corazón. La ve y le grita: “Adiós, Andrea; adiós para siempre.” Sería quizá su última mirada, doblemente compartida: la de la esposa amada, la del pueblo querido.
Van cayendo las sombras de la noche. La camioneta enfila la carretera hacia su destino: Acehúche. A las diez, junto al silencio de quienes ya no pueden hablar, resuenan los disparos que abaten sus vidas.
Al amanecer, les encuentran unos vecinos. Reconocen a Vicente Lisero, el alcalde de Coria, y se ocupan da darle sepultura a todos. Deja viuda y cuatro hijos, la mayor de 13 años…
Mañana, setenta y tres años después, le guarda Coria un día para su memoria entre mil y un días de recuerdos. La memoria que no olvida, aun con el silencio de tantos años. El recuerdo imperecedero, como el de su última mirada a Andrea, a Coria, el pueblo por el que dio la vida. ¿O habría otra razón que la razón ignore y la memoria oculte?
Lisero ha sido zapatero, como su abuelo y su padre. De ellos ha aprendido el oficio. Hace zapatos y reparaciones con escasas y pobres herramientas; pero da trabajo a varios empleados.
Aspira también a construir un mundo nuevo y utópìco: la lucha contra las desigualdades sociales. Es concejal en 1931. No entra en el segundo ayuntamiento republicano; sin embargo, en febrero del 36, es elegido alcalde. Él y sus concejales son cesados el día 20 de julio y sustituidos por una gestora. El día 15 se hallan reunidos en él, a la espera. Entra el capitán Corbín; no desean derramamiento de sangre y le entregan el Ayuntamiento de forma pacífica.
Torna entonces Vicente Lisero a su casa de la calle Corredera, con su mujer y sus cuatros hijos, En la planta baja ha situado su taller desde su matrimonio con Andrea. Vuelve a su trabajo. Nadie le molesta. Alguien le pide que huya; pero se mantiene junto a los suyos, porque nada malo ha hecho, sino trabajar para su familia y por su pueblo.
A primeros de agosto le encarcelan junto al que había sido su teniente de alcalde, Asterio Mateos. La Cárcel Real será mudo testigo de sus cuitas; de la preocupación por sus familiares y por el porvenir. Nada les inquieta más que la situación que nunca hubieren imaginado ni deseado; la interrupción de su obra a favor del pueblo.
Al atardecer del 27 de agosto, les sacan de la cárcel y les obligan a subir a una camioneta, junto a otras siete personas: un guarda municipal, un peluquero, el secretario, el propietario del salón de sus primeros bailes, otros tres de Sierra de Gata, entre ellos una maestra.
Ven la luz y, de nuevo, las calles del pueblo amado. Ha subido Vicente a la camioneta y ha gritado en alta voz, sabedor de su destino, que le maten en la plaza, a la vista de su pueblo, en la plaza de la Constitución, símbolo de la legalidad aplastada, hoy plaza de España, símbolo de la libertad recuperada y de la concordia.
Atraviesa la calle Corredera, entonces Avenida de Pablo Iglesias; pasa por delante de su casa. En la puerta está su mujer, avisada por su corazón. La ve y le grita: “Adiós, Andrea; adiós para siempre.” Sería quizá su última mirada, doblemente compartida: la de la esposa amada, la del pueblo querido.
Van cayendo las sombras de la noche. La camioneta enfila la carretera hacia su destino: Acehúche. A las diez, junto al silencio de quienes ya no pueden hablar, resuenan los disparos que abaten sus vidas.
Al amanecer, les encuentran unos vecinos. Reconocen a Vicente Lisero, el alcalde de Coria, y se ocupan da darle sepultura a todos. Deja viuda y cuatro hijos, la mayor de 13 años…
Mañana, setenta y tres años después, le guarda Coria un día para su memoria entre mil y un días de recuerdos. La memoria que no olvida, aun con el silencio de tantos años. El recuerdo imperecedero, como el de su última mirada a Andrea, a Coria, el pueblo por el que dio la vida. ¿O habría otra razón que la razón ignore y la memoria oculte?
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