Con su victoria ayer ante Paraguay por 0-1, la selección española de fútbol ha logrado, al fin, romper la barrera psicológica y deportiva de la eliminatoria maldita y la excusas de plañideras, no ajenas a los vaivenes deportivos y extradeportivos, que nos han perseguido en nuestras participaciones mundialistas.
En su trece presencias en la fase final de los Mundiales de fútbol, la selección nacional fue eliminada en cuartos de final en Italia 1934; en España 1982, en una liguilla de cuatro grupos con tres equipos cada uno; México 86 ante Bélgica por penalties; en Estados Unidos 94 ante Italia; y en Corea y Japón 2002 por el árbitro egipcio Al Ghandour. Nuestra mejor clasificación fue el cuarto puesto en el Mundial de Brasil de 1950. Hace, pues, sesenta años que la selección no lograba un mejor puesto.
En un Mundial valen las excusas, cuando son justificadas, como llanto de plañideras o maldiciones que nos persiguen a nuestro pesar; pero ganar un Mundial requiere algo más que la buena suerte o la justicia arbitral en las que, en caso contrario, escudarse para justificar lo injustificable. Ni siquiera bastan la conjunción del equipo, la preparación física, la ilusión, la humildad ante el adversario, la propia autoestima que invita a superarse ante tirios y troyanos, porque ni hay equipos invencibles ni conjuntos asequibles. Los ejemplos de Brasil, cinco veces campeona del Mundo; Italia, tres; Argentina, dos; e Inglaterra y Francia, una cada uno, eliminados en el presente Mundial de Sudáfrica, nos ilustran acerca de la condición deportiva y humana de vencedores y vencidos.
Para una selección que, en 2008, se alzó con el primer puesto en el ránking de la FIFA, tras ganar la Eurocopa de Austria y Suiza ante Alemania, no valen ahora las excusas de la confianza desmedida, del peso de la púrpura, ni de nuestros fallos clamorosos, o de terceros, que nos apearon en octavos o en cuartos en la historia de los Mundiales. Cardeñosa, ante Brasil en el 78, solo ante la portería; el gol no concedido a Míchel ante Brasil en México 86; el fallo de Eloy en su penalty ante Bélgica en el mismo Mundial; la agresión a Luis Enrique en EE UU 94, no castigada; el clamoroso fallo de Salinas ante el portero italiano Pagliuca en el mismo Mundial, por no recordar al árbitro egipcio Al Ghandour, que nos privó de las semifinales en el Mundial de Corea y Japón 2002.
El miércoles nos reencontramos otra vez con Alemania en semifinales. No es el mismo conjunto de 2008, aunque la selección nacional conserve la misma base del equipo conjuntado y unido por Aragonés y mimado por Del Bosque que, aunque haya desarrollado su peculiar juego en algunas momentos, no la logrado aún ir de menos a más, como cabría esperar, aunque haya superado las pruebas de la primera fase, de octavos y cuartos.
No hay adversario pequeño ni sueño que no pueda cumplirse; pero la victoria de las alas de oro, ideada por Jules Rimet, padre del Campeonato del Mundo, simboliza la conversión del Mundial en el acontecimiento deportivo más importante del mundo, una alada y bella mujer que representa a Niké, la dorada diosa de la victoria, tan atractiva por el oro mismo que la cubre como por la proximidad que nos une a ella y por la lejanía que aún nos separa en la lid deportiva para acariciarla entre nuestras manos. Niké representa los sueños imposibles e incumplidos de varias generaciones de futbolistas y aficionados que, si ayer cantaban victoria, mañana pueden llorar la amargura de la derrota.
La Copa une la esfericidad del planeta y el balón que emergen sosteniendo el mundo, que el capitán de los vencedores alzará entre sus manos como símbolo de la victoria ante el planeta. Los sueños alados pueden pasar de unas manos a otras, pero no serán realidad hasta que no los alcemos con las propias. La oportunidad es de oro, porque la victoria alada solo se aparece cada cuatro años. Tocarla antes de tiempo no está permitido; soñar con ella es libre.
En su trece presencias en la fase final de los Mundiales de fútbol, la selección nacional fue eliminada en cuartos de final en Italia 1934; en España 1982, en una liguilla de cuatro grupos con tres equipos cada uno; México 86 ante Bélgica por penalties; en Estados Unidos 94 ante Italia; y en Corea y Japón 2002 por el árbitro egipcio Al Ghandour. Nuestra mejor clasificación fue el cuarto puesto en el Mundial de Brasil de 1950. Hace, pues, sesenta años que la selección no lograba un mejor puesto.
En un Mundial valen las excusas, cuando son justificadas, como llanto de plañideras o maldiciones que nos persiguen a nuestro pesar; pero ganar un Mundial requiere algo más que la buena suerte o la justicia arbitral en las que, en caso contrario, escudarse para justificar lo injustificable. Ni siquiera bastan la conjunción del equipo, la preparación física, la ilusión, la humildad ante el adversario, la propia autoestima que invita a superarse ante tirios y troyanos, porque ni hay equipos invencibles ni conjuntos asequibles. Los ejemplos de Brasil, cinco veces campeona del Mundo; Italia, tres; Argentina, dos; e Inglaterra y Francia, una cada uno, eliminados en el presente Mundial de Sudáfrica, nos ilustran acerca de la condición deportiva y humana de vencedores y vencidos.
Para una selección que, en 2008, se alzó con el primer puesto en el ránking de la FIFA, tras ganar la Eurocopa de Austria y Suiza ante Alemania, no valen ahora las excusas de la confianza desmedida, del peso de la púrpura, ni de nuestros fallos clamorosos, o de terceros, que nos apearon en octavos o en cuartos en la historia de los Mundiales. Cardeñosa, ante Brasil en el 78, solo ante la portería; el gol no concedido a Míchel ante Brasil en México 86; el fallo de Eloy en su penalty ante Bélgica en el mismo Mundial; la agresión a Luis Enrique en EE UU 94, no castigada; el clamoroso fallo de Salinas ante el portero italiano Pagliuca en el mismo Mundial, por no recordar al árbitro egipcio Al Ghandour, que nos privó de las semifinales en el Mundial de Corea y Japón 2002.
El miércoles nos reencontramos otra vez con Alemania en semifinales. No es el mismo conjunto de 2008, aunque la selección nacional conserve la misma base del equipo conjuntado y unido por Aragonés y mimado por Del Bosque que, aunque haya desarrollado su peculiar juego en algunas momentos, no la logrado aún ir de menos a más, como cabría esperar, aunque haya superado las pruebas de la primera fase, de octavos y cuartos.
No hay adversario pequeño ni sueño que no pueda cumplirse; pero la victoria de las alas de oro, ideada por Jules Rimet, padre del Campeonato del Mundo, simboliza la conversión del Mundial en el acontecimiento deportivo más importante del mundo, una alada y bella mujer que representa a Niké, la dorada diosa de la victoria, tan atractiva por el oro mismo que la cubre como por la proximidad que nos une a ella y por la lejanía que aún nos separa en la lid deportiva para acariciarla entre nuestras manos. Niké representa los sueños imposibles e incumplidos de varias generaciones de futbolistas y aficionados que, si ayer cantaban victoria, mañana pueden llorar la amargura de la derrota.
La Copa une la esfericidad del planeta y el balón que emergen sosteniendo el mundo, que el capitán de los vencedores alzará entre sus manos como símbolo de la victoria ante el planeta. Los sueños alados pueden pasar de unas manos a otras, pero no serán realidad hasta que no los alcemos con las propias. La oportunidad es de oro, porque la victoria alada solo se aparece cada cuatro años. Tocarla antes de tiempo no está permitido; soñar con ella es libre.
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