La libertad no es un artículo de consumo; no se compra porque no tiene precio; pero puede lograrse. El jurisconsulto romano Ulpiano, uno de los más grandes de la Historia del Derecho, decía: “Libertas pecunia lui non potest” (La libertad no se puede pagar con dinero). El precio de la libertad es el más alto de todos. Ha costado muchas vidas perdidas en guerras inútiles. Nacemos libres, pero no lo somos del todo. Refrendan la Constitución y las leyes nuestro estatus de libertad, pero nos lo ahogan por todas partes. Por ello, ya la Declaración de los Derechos Humanos advertía en su artículo 4º que la libertad “es la facultad de hacer todo aquello que no perjudique a otro.” Pareciere que la libertad es para quienes la proclaman para sí, pero no para el resto, como si la libertad fuere un bien exclusivo y no universal. Siempre fue así, pero no tendría por qué seguir siéndolo.
Hubo un tiempo en que el poder fuere sinónimo de la libertad de quienes lo ostentaren, y la esclavitud, la mazmorra de quienes, aun libertos, no les retiraren sus cadenas. Universalizada, la libertad se categoriza. No hubieren libertad al mismo precio para quien ostenta el poder que para quien es súbdito de ese poder; para el amo que para el siervo; para quienes hubieren riqueza y para quienes nada tuvieren, más que su libertad. ¿Para qué, entonces, la libertad? Es más libre, como más rico, quien menos tiene, porque nada necesita; y menos aún quienes, ostentadores del poder, que trabajan por la libertad de los demás, se ven asediados y son mal vistos por quienes, aun tan libres como ellos, pretendieren lograr los frutos de su libertad, y no las hieles que le ofreciere la propia.
El Derecho Romano define la libertad como “la facultad de hacer lo que el derecho permite”. Ser libres y sentirse libres. Hay un enrocamiento entre el ser y el estar. La esencia de la libertad es inherente al ser humano; pero, ¿lo somos de verdad? Lo somos, pero no lo sentimos en plenitud, quizá porque la libertad no se proclama: se conquista; no tiene precio: se compra cada día.
“Libertad de los pueblos” fue el lema de los vencedores de la I Guerra Mundial, y llegaron dictaduras que aplastaron la libertad. “Libertad de los individuos” fue el de la II Gran Guerra y los vencedores tienen todavía la esencia de esa guerra por cumplir. “Libertad duradera” fue el título de la Operación urdida por los ejércitos estadounidense y británico para invadir y ocupar Afganistán, en respuesta a los atentados del 11-S de 2001, amparándose en el artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas, que invoca el derecho a la legítima defensa. El objetivo de encontrar a Bin Laden no se ha cumplido y si el régimen talibán cayó, aún no ha sido vencido en el campo de batalla. Ni la Operación “Libertad Duradera” ni la Fuerza Internacional para la Asistencia de la Seguridad (ISFAD), establecida por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para asegurar la capital y sus alrededores, no han logrado ni acabar con los talibanes ni con los movimientos de su brazo armado; pero sí para acabar con la vida de miles de soldados y civiles que perdieron su libertad por tratar de asegurar la paz.
La mentira es el antónimo de la libertad. Ya dijo Jesucristo que “la verdad os hará libres” (Jn, 8, 31-38) y el jurista romano Gayo, que “la libertad es la más preciada de las cosas”. Por ello, no tiene precio, como la paz, aunque por eso mismo lo hubieren porque no se regalan; se conquistan.
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