Si por elegir fuere, nos alinearíamos siempre con la modestia como virtud antes que con la vanidad como arrogancia. La modestia es el exceso por menos; la vanidad, el exceso por más. La modestia modera, templa, y regla la política exterior del hombre; la vanidad, lejos de ella, nos revela el fracaso de nuestra política interior, arrogante, presuntuosa, envanecida, incapaz de ver nuestra propia caducidad y la de las cosas de este mundo: vanitas vanitatis et omnia vanitas (vanidad de vanidades y todo vanidad); pero, a veces, “la modestia daña más que favorece”, dice Azorín (El Político, XXVIII).
Tendemos a ser más vanidosos que modestos. Obramos más con la vanidad como bandera que con la modestia como virtud. Los vanidosos afloran en su arrogancia palabras inútiles, vacías e insustanciales. La ficción de su fantasía es tan vana como su presunción.
El hombre y la mujer modestos conjugan en sus actuaciones no la pobreza que les fuere propia, sino que, conteniéndose en los límites de su estado, cierran sus fronteras a las del engreimiento o de la vanidad. Los vanidosos, “de sabios hacen gala quien no se admira de nada”; “la vanidad es el amor propio al descubierto y la modestia, el amor propio que se esconde”, según Fontenelle. Los modestos dicen cuanto sienten y ofrecen lo poco que hubieren; los vanidosos son arrogantes y mentirosos hasta en la declaración de su patrimonio material que fenecerá con su vida, como si su nombre prevaleciere sobre su ser, como el hábito que no hiciere varones ni mujeres sabios por el hecho de vestirlo. Los modestos aspiran solo a pasar inadvertidos porque, en la modestia de su templaza, reina el silencio de la sabiduría.
Se cree sabio el vanidoso y analfabeto, sin serlo, el modesto, cuando es más listo el que dice no serlo que quienes se envanecen en proclamarlo. “En boca del discreto, lo público es secreto”, pero “bajando se sube al cielo”.
En cierta ocasión, un modesto hombre de pueblo extremeño se autoinvitaba a una matanza en la que participare todo el vecindario para ayudar a uno de los suyos. Deseaba compartir un rato con ellos con tal motivo, y apenas tomar un vinito con unas olivas; pero la modestia de los anfitriones fue muy superior a la de quien solo aspiraba a conocerles. No podían atenderle ese día. Su modestia era tan grande que se veía superada por la presencia de quien anunciare su visita, que no fuere, por otro lado, nada vanidoso. Quizás otro día, le dijeron. Todo sencillez, naturalidad y modestia; la menor que vence a la mayor.
Observad en esos campesinos la pureza de la modestia frente a la vanidad de la ciudad. Mirad en esos concejales y alcaldes de pueblo que trabajan sin afán de notoriedad por mejorar sus condiciones de vida; que no pretenden, ni buscaren para sí, otro sueño, en su modestia, que hacer más habitable su pueblo; y si sueños hubieren, serían pesadillas ante los muchos problemas que se les impuso y asumieron en la gobernanza de su pueblo. La modestia impera en el pueblo; la vanidad en la ciudad. No solo en Las Hurdes, Ana María y su hija Alba sintetizan la modestia; en el Valle del Jerte, una alcaldesa anónima subsume su propia fe entre sus paisanos cabrereños, una fe de plata en un paisaje de plata, como ella misma: Fe Plata, dejando su pueblo como los chorros del oro.
Tendemos a ser más vanidosos que modestos. Obramos más con la vanidad como bandera que con la modestia como virtud. Los vanidosos afloran en su arrogancia palabras inútiles, vacías e insustanciales. La ficción de su fantasía es tan vana como su presunción.
El hombre y la mujer modestos conjugan en sus actuaciones no la pobreza que les fuere propia, sino que, conteniéndose en los límites de su estado, cierran sus fronteras a las del engreimiento o de la vanidad. Los vanidosos, “de sabios hacen gala quien no se admira de nada”; “la vanidad es el amor propio al descubierto y la modestia, el amor propio que se esconde”, según Fontenelle. Los modestos dicen cuanto sienten y ofrecen lo poco que hubieren; los vanidosos son arrogantes y mentirosos hasta en la declaración de su patrimonio material que fenecerá con su vida, como si su nombre prevaleciere sobre su ser, como el hábito que no hiciere varones ni mujeres sabios por el hecho de vestirlo. Los modestos aspiran solo a pasar inadvertidos porque, en la modestia de su templaza, reina el silencio de la sabiduría.
Se cree sabio el vanidoso y analfabeto, sin serlo, el modesto, cuando es más listo el que dice no serlo que quienes se envanecen en proclamarlo. “En boca del discreto, lo público es secreto”, pero “bajando se sube al cielo”.
En cierta ocasión, un modesto hombre de pueblo extremeño se autoinvitaba a una matanza en la que participare todo el vecindario para ayudar a uno de los suyos. Deseaba compartir un rato con ellos con tal motivo, y apenas tomar un vinito con unas olivas; pero la modestia de los anfitriones fue muy superior a la de quien solo aspiraba a conocerles. No podían atenderle ese día. Su modestia era tan grande que se veía superada por la presencia de quien anunciare su visita, que no fuere, por otro lado, nada vanidoso. Quizás otro día, le dijeron. Todo sencillez, naturalidad y modestia; la menor que vence a la mayor.
Observad en esos campesinos la pureza de la modestia frente a la vanidad de la ciudad. Mirad en esos concejales y alcaldes de pueblo que trabajan sin afán de notoriedad por mejorar sus condiciones de vida; que no pretenden, ni buscaren para sí, otro sueño, en su modestia, que hacer más habitable su pueblo; y si sueños hubieren, serían pesadillas ante los muchos problemas que se les impuso y asumieron en la gobernanza de su pueblo. La modestia impera en el pueblo; la vanidad en la ciudad. No solo en Las Hurdes, Ana María y su hija Alba sintetizan la modestia; en el Valle del Jerte, una alcaldesa anónima subsume su propia fe entre sus paisanos cabrereños, una fe de plata en un paisaje de plata, como ella misma: Fe Plata, dejando su pueblo como los chorros del oro.
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