La cárcel pone rejas a la libertad; se pena tras ellas el yerro cometido. En el patio, los presos pueden ver el cielo, sentir el aire, el calor, el frío, oír la lluvia y la tormenta; pueden jugar y pasear; leer y soñar. Libres son para ello, pero presos del cuerpo, aunque no del alma. La libertad toda apresada, menos la del pensamiento y la palabra, hablada, quizás escrita.
La cárcel del cuerpo echa de menos lo que se tuvo y de lo que ahora es preso: las calles por las que paseamos, la gente conocida e ignorada, las miradas halladas y perdidas; lo que atrás dejamos, lo que hicimos y dejamos de hacer, lo que hubimos y perdimos; lo que dijimos sin deber; lo que no hablamos cuando pudimos; el amor que nos arropare y que un día perdimos; la dulzura con que nos acunaren, ida ya, y presente en nuestro pensamiento; el amor que diere brillo a la esperanza, al presente y al futuro… Todo perdido en la cárcel con barrotes.
Hay otra cárcel aún peor que la de los barrotes: la cárcel del alma. Aprisiona esta las libertades del espíritu, no las del cuerpo: la fe, la esperanza, la pasión por la vida, la libertad de vivir dignamente. Vivimos libres, pero sin vivir en nosotros. “Vivo sin vivir en mí”, como cantare santa Teresa. Para qué te quiero, libertad, si en tu nombre tantos crímenes se cometieren en esta cárcel sin barrotes.
En posesión plena de la libertad, tantos hombres y mujeres sin trabajo, la esperanza perdida, la luz apagada. Quienes lo hubieren, si ganancias buscaren, han de poner barrotes al negocio pretendido y aun así, víctimas fueren de esta cárcel de la vida sin barrotes, en la que se pierde lo que se gana por hurto ajeno, de día o de noche. “¡Ay, qué larga es esta vida!/ ¡Qué duros estos destierros!/ ¡Esta cárcel, estos hierros/ En que el alma está metida!”, en los versos teresianos.
La libertad no admite barrotes, aunque algunos consideren como tales los límites de la libertad individual en tanto traspasan los umbrales de la propia y los del Estado de Derecho. Es usted libre para fumar, pero con los límites a la libertad de los demás porque su libertad termina donde comenzare la mía. Es usted libre para circular, pero no para robar el sustento de quienes libremente, y con su esfuerzo, se lo ganaren, no solo para sí, sino para sus descendientes. En esta cárcel sin barrotes en que algunos se empeñan en convertir la vida libre, Felipe Pizarro grita desde la cacereña calle Argentina por la libertad sin barrotes, sin esperar a una salida que le cause dolor tan fiero, como a la santa abulense, “que muero porque no muero”.
La cárcel del cuerpo echa de menos lo que se tuvo y de lo que ahora es preso: las calles por las que paseamos, la gente conocida e ignorada, las miradas halladas y perdidas; lo que atrás dejamos, lo que hicimos y dejamos de hacer, lo que hubimos y perdimos; lo que dijimos sin deber; lo que no hablamos cuando pudimos; el amor que nos arropare y que un día perdimos; la dulzura con que nos acunaren, ida ya, y presente en nuestro pensamiento; el amor que diere brillo a la esperanza, al presente y al futuro… Todo perdido en la cárcel con barrotes.
Hay otra cárcel aún peor que la de los barrotes: la cárcel del alma. Aprisiona esta las libertades del espíritu, no las del cuerpo: la fe, la esperanza, la pasión por la vida, la libertad de vivir dignamente. Vivimos libres, pero sin vivir en nosotros. “Vivo sin vivir en mí”, como cantare santa Teresa. Para qué te quiero, libertad, si en tu nombre tantos crímenes se cometieren en esta cárcel sin barrotes.
En posesión plena de la libertad, tantos hombres y mujeres sin trabajo, la esperanza perdida, la luz apagada. Quienes lo hubieren, si ganancias buscaren, han de poner barrotes al negocio pretendido y aun así, víctimas fueren de esta cárcel de la vida sin barrotes, en la que se pierde lo que se gana por hurto ajeno, de día o de noche. “¡Ay, qué larga es esta vida!/ ¡Qué duros estos destierros!/ ¡Esta cárcel, estos hierros/ En que el alma está metida!”, en los versos teresianos.
La libertad no admite barrotes, aunque algunos consideren como tales los límites de la libertad individual en tanto traspasan los umbrales de la propia y los del Estado de Derecho. Es usted libre para fumar, pero con los límites a la libertad de los demás porque su libertad termina donde comenzare la mía. Es usted libre para circular, pero no para robar el sustento de quienes libremente, y con su esfuerzo, se lo ganaren, no solo para sí, sino para sus descendientes. En esta cárcel sin barrotes en que algunos se empeñan en convertir la vida libre, Felipe Pizarro grita desde la cacereña calle Argentina por la libertad sin barrotes, sin esperar a una salida que le cause dolor tan fiero, como a la santa abulense, “que muero porque no muero”.
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