martes, 18 de octubre de 2011

LA PARADOJA DE EPIMÉNIDES

Al cabo de los cien días, la mentira parece eclosionar por encima de la verdad. Para unos, su veredicto es la verdad dogmática, sin que creyeren en la papal; para otros, notoriamente insuficiente; muchos dirán que “necesita mejorar”. Y en medio de las calificaciones que cada uno otorgare, independientemente de los juicios valorativos que les asistieren en su libre ejercicio político, prevalece en los argumentarios la mentira por encima de la verdad. Se tarda más en mentir que en decir la verdad, porque al mentiroso se le coge antes que al cojo. Mentir implica un engaño intencionado, que puede derivar en calumnia cuando se imputa a algún inocente una falta no cometida para provecho malicioso.

         El filósofo Leo Strauss subrayaba la necesidad de mentir para ocultar “una posición estratégica”, como algunos significados representantes de la filosofía política, desde Maquiavelo hasta Platón con su “mentira noble”.

         Hay mentiras, mentirijillas, mentiras piadosas, la paparrucha, la útil, la humorística y la maliciosa. Se simula o se finge, hoy más que nunca, en todos los ámbitos sociales. La mentira se transmuta en gestual para la obtención de un favor. Mienten –luego, son mentirosos-- quienes pasan por quienes no son-- o lo pretendieren, para dejar fuera de sí a su adversario; mienten quienes intensifican el conflicto a sabiendas. No es una broma la mentira con propósito humorístico ni la del que ofrece una versión tergiversada de sí mismo, cuando la mentira tergiversa la realidad. Las “mentirijillas” no son en realidad mentiras, según san Agustín, quien, sin embargo, las clasificaba en otros siete tipos: las mentiras en la enseñanza religiosa; las que hacen daño y no ayudan a nadie; las que surgen por el placer de mentir; las que no hacen daño y ayudan a alguien: las dichas para complacer en un discurso; otras que tampoco hacen daño y pueden  salvar la vida de alguien; y las que protejen la pureza del ser. Para santo Tomás de Aquino, empero, hay tres tipos de mentiras: la útil, la humorística y la maliciosa, las dos primeras, veniales, y la última, mortal.

         La mentira parece haberse institucionalizado en la política y en otros ámbitos sociales por parte de quienes, enarbolándola como bandera, pretenden hacer de ella su “modus vivendi”. Hemos institucionalizado la mentira como Epiménides el cretense, para quienes todos “los cretenses mienten”, “la paradoja de Epiménides”, precursora de la paradoja del mentiroso. Si un político mintiere al pueblo que confía en él, o fuere imputado por mentiroso, nadie creerá ya en una clase que, pretendiendo mirar para todos, mira para otro lado y calumnia en provecho propio y malicioso.

         En “Cadena perpetua” (Frank Daranbont, 1994), protagonizada por Tim Robbins y Morgan Freemann, una de las mejores obras cinematográficas de los noventa, la mentira triunfa sobre la verdad, aunque el alcaide pretenda hacerse con los conocimientos de Andy para defraudar impuestos, la culpa de su mentira termina expiándola con su propia muerte. La mentira o la culpa y la expiación de la redención. Red, el otro protagonista, que lleva más de veinte años en el penal de Schawskank (Maine), es examinado varias veces sobre su presunta rehabilitación. Todo le da lo mismo. Sabe que si dice sí, le denegarán la condicional, y cuando por una vez dijo “no”, nadie le creyó y se la dieron. Cuando sus amigos le preguntaban: “¿Qué pasó”, este contestaba: “La misma mierda, distinto día.” Como en el cuento del lobo; como en la serie televisiva “Miénteme”, en la que el psicoanalista descubre las mentiras mediante el estudio de los gestos faciales, la voz y la actitud de los protagonistas.

         La institucionalización de la mentira no debiere ser, tampoco, “la paradoja de Epiménides”, ni la verdad absoluta de quienes afirman que la mentira fuere la reina y la calumnia, su esclava, porque si en nada creyéremos, qué sería de nuestra existencia sin la fe y la esperanza, muy a nuestro pesar.


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