Benedicto XVI ha abierto con su renuncia al papado un
“interregnum” (entre el reino) no por insólito, no previsto por ello. Desde el
año 526 de la era cristiana, con el papa Celestino V, no se había producido un
hecho semejante en el Reino de Dios en la Tierra. La renuncia papal está
prevista en el Código de Derecho Canónico (la Constitución de la Iglesia),
promulgado por Juan Pablo II en 1983, que contempla que, para que la renuncia
sea válida, ha de ser libre y manifestada formalmente. Esto es lo que ha hecho
esta mañana ante el consistorio reunido en San Pedro para fijar las fechas de
dos canonizaciones, ante la falta de vigor, “tanto del cuerpo como del
espíritu…, para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. ¿Podría
decirse que en la Iglesia se producirá desde el día 28 próximo, a las 20.00
horas, en que la sede de Pedro quedará vacante, según el anuncio papal, un
“interregnum”, una interrupción en la sucesión normal, como los reyes, papas o
emperadores?
La sucesión hereditaria, el interregno o la
sede vacante, es la forma de reglamentar en las monarquías una sucesión
hereditaria, de forma que, antes de que se produzca la finalización del término
del primer monarca, el heredero al trono, asciende a él tras la muerte o
abdicación de su predecesor; pero el papa no abdica ni dimite: renuncia. El
“interregnum” en la Iglesia se produce tras el fallecimiento o renuncia válida
del papa y la elección del siguiente por el Cónclave, que hasta entonces dirige
el camarlengo. De sucesión hereditaria puede hablarse en las monarquías con
heredero o sucesor establecido. Así, los dos últimos “interregnum” en el Reino
de España pueden establecerse en el Sexenio Democrático (1868-1870 y 1873-1874), tras el advenimiento
de Isabel II y el advenimiento de Alfonso XII y el breve reinado de Amadeo I
(1870-1873), y el de la dictadura franquista, desde el momento en que la Ley de
Sucesión de 1947 declara a España Reino, hasta 1975, en el que el rey Juan
Carlos I asume la Jefatura del Estado tras ser nombrado por él y aceptado su
nombramiento por las Cortes.
El Estado Vaticano puede ser
considerado como una monarquía no hereditaria, en tanto que el sucesor de Pedro
no está previamente designado, sino que lo es por el Colegio Cardenalicio con
derecho a voto en el Cónclave; es decir, los 118 cardenales menores de 80 años,
entre ellos cinco españoles. El papa no es un rey ni heredero de una dinastía
heredada por consanguinidad. De ahí el dicho vaticano que reza que, en el
Cónclave, “quien entra papa, sale cardenal”. Por ello, los cardenales reciben
todos el título honorífico de “príncipes de la Iglesia”; es decir, todos son
electores y elegibles al trono de Pedro; herederos todos, pero solo uno será el
sucesor del trono del apóstol: quienes decidan los electores. El papa electo
debe dar, además, su consentimiento a la elección al cardenal decano, con la
pregunta en latín: " ¿Acceptasne electionem de te canonice factam in
Summum Pontificem?” (“¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice”) y, si
el candidato electo diera su consentimiento, le preguntará a continuación: “Quo
nomine vis vocari?” (¿Con qué nombre deseas ser conocido?) Y responderá: “Vocabor Pius XIII”, “Joannes
XXIV” “Paulus VII” o “Benedictus XVII”, por
ejemplo…
La Iglesia Católica oscila ahora, en
este “interregnum”, entre dos reinos: el suyo de la tierra, aunque su reino no
es de este mundo, perdido el poder temporal a finales del XIX, y el del cielo,
al que guía a los católicos el sucesor de Pedro. No se había planteado durante
siglos una renuncia que honra a Benedicto XVI y de la que deberían tomar
ejemplo los políticos, si no por edad y carencia del vigor físico y espiritual
necesarios, sí por el mal ejemplo y el desapego de sus propios fieles hacia
quienes por ellos fueren elegidos. Y si antes nadie había renunciado a la silla
de Pedro por estas humanísimas razones, excepto cuatro, aunque solo puede
considerarse como personal y voluntaria la de Celestino V, las tesis aportadas
hasta la fecha –como que no puede haber dos papas vivos, o que no puede
renunciar por su misión espiritual ajena a la edad- las ha echado por tierra
Benedicto XVI. Por otro lado, a nadie extraña que los cardenales mayores de 80
años no participen en el Cónclave, o que los arzobispos y obispos y sacerdotes se
retiren a los 75 años, una edad de jubilación que solo existe en pocos lugares
de la tierra.
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