Éramos muy jóvenes para
comprender... Un año antes de su asesinato en Dallas (Texas) el 22 de noviembre
de 1963, en octubre de 1962 se produjo la crisis de los misiles de Cuba. Cuando
le mostraron a Kennedy las fotografías tomadas por los aviones espía U-2 de la
construcción de silos para almacenar misiles de largo alcance en la isla,
Estados Unidos y el mundo entero se vieron inmersos en una amenaza nuclear.
Frente a la presión militar a que fue sometido el presidente para bombardear
los almacenes nucleares, Kennedy optó por el bloqueo naval a Cuba, que duraría
indefinidamente si la URSS no retiraba sus arsenales. El presidente ganaba
tiempo para negociar. Una semana después, mientras solo nos invitaban a rezar
para que no ocurriese lo peor, Kennedy y el presidente soviético, Nikita Jrushchov,
llegaban a un acuerdo: la URSS retiraba los misiles si Estados Unidos se
comprometía a no invadir la isla. El mundo suspiraba; los católicos dejaban sus
rezos. Ya se sabe que los católicos solo se acuerdan de santa Bárbara cuando
truena; de la advocación a su patrona, cuando se hallan en un apuro; y de Dios,
más interjectivamente ante algo inesperado, que ante el porvenir que nos
acongojare.
La
figura del primer presidente católico de los EE UU nos la extrapolaban no tanto
por su política interior o exterior, o por el espíritu de la nueva frontera que
inspirare su acceso a la Presidencia, sino por su condición de
"católico". Durante aquella semana, en una España educada en el
espíritu del nacionalcatolicismo, el presidente norteamericano era solo eso,
católico, por encima de cualquier significación política. Los rezos a los que
nos invitaban se hacían interminables, tanto como aquellos días en que sobre el
mundo se cernía la posibilidad de un conflicto nuclear que acabare con el
propio planeta. Y así, el día 23 de noviembre de 1963, cuando a la hora del
desayuno nos informaron de su muerte, nos decían lo mismo: "Hemos perdido
a un gran hombre." El hombre, para ellos, no era el político; era, simplemente,
el primer presidente católico de la nación más poderosa del mundo.
Kennedy
también tuvo que hacer frente a su condición de católico para defenderse de las
acusaciones sobre si la fe en la que fuere bautizado influiría en sus
decisiones políticas. El 12 de septiembre de 1960, ante la organización de
líderes y predicadores protestantes del área metropolitana de Houston, el
candidato presidencial tuvo que aclarar las dudas en relación con su fe
religiosa y su actuación, llegado el caso, en situaciones contrarias a sus
principios religiosos. Tras referirse a los principales problemas del país,
Kennedy fijó su posición ante el auditorio para que no hubiere dudas: "No
soy el candidato católico a la Presidencia. Soy el candidato del Partido
Demócrata, que resulta que también es católico. No hablo por la Iglesia en temas
públicos, y la Iglesia no habla por mí." Kennedy, quien se destacó durante
su mandato por su lucha en favor de los derechos civiles, se interrogaba
también en su discurso sobre el porqué de la discriminación a los católicos, y
se preguntaba si estos perdían su derecho a ser presidente, u a otros cargos
públicos, desde el día en que fueren bautizados.
Sea
como fuere, los americanos y el mundo perdieron el 22 de noviembre de 1963 no
solo al primer presidente católico de los EE UU, sino a un líder de talla
mundial. Kennedy no solo dejó huérfanos a sus hijos, Carolina y John, sino a
otros muchos, ciudadanos del mundo -católicos,
protestantes, musulmanes o judíos...-- que creyeron en sus ideales y en la
"llama eterna" que ilumina su tumba, junto a la de su mujer e hijo,
en el Cementerio Nacional de Arlington; muy cerca, la de su otro hermano,
candidato frustrado a la Presidencia, también por asesinato, Robert F. Kennedy.
La
"nueva frontera" con que calificare su programa de política interior,
llamaba a los americanos a ser militantes activos, y no pasivos, de la política
de su país. Su ideal lo plasmó en el discurso de su toma de posesión: "No
preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer
por tu país." Y llamó a luchar a las naciones del mundo contra el enemigo
común de los hombres: la tiranía, la pobreza, las enfermedades y la guerra
misma... La nueva frontera puso fin a la segregación racial, los hombres de
color pudieron matricularse en las universidades, y la Ley de Derechos Civiles
pudo aprobarse, al fin, en 1964, tras su muerte. Alcanzó su objetivo del
Programa Apolo, que perseguía poner a un hombre en la Luna, y que se consiguió
el 20 de julio de 1969. Creó el Cuerpo de Paz para ayudar a naciones en
desarrollo. Y, sobre todo, asombró al mundo con su discurso ante el Muro de
Berlín: "La democracia no es perfecta; pero jamás nos vimos obligados a
erigir un muro para confinar a nuestro pueblo. Hace dos mil años era un orgullo
decir: civis romanus sum (yo soy un ciudadano romano). Hoy, en el mundo de la
libertad, uno puede estar orgulloso de decir Isc bin ein berliner (yo soy un berlinés)", que fue aclamado
por los millares de berlineses que llenaban la explanada ante la Puerta de
Brandeburgo. Nunca como en la noche y madrugada del 9-10 de noviembre de 1989,
fecha en la que cayó el muro, recordé tanto aquella frase. Nunca como hoy, en
el 50 aniversario de su asesinato, recordamos tanto a Kennedy, no solo porque
profesare nuestra fe católica, sino por su profesión y defensa de la libertad
del hombre, la mayor de las libertades humanas.
La
familia Obama --a la que el menor de los hermanos Kennedy, Ted, ya fallecido, y
la hija del presidente, hoy embajadora en Japón, pasó el
testigo de aquella generación--, junto a la familia Clinton, los dos
presidentes más kennedianos, le rindieron el miércoles un sentido homenaje de
recuerdo en el Cementerio Nacional de Arlington: al primer presidente católico
del primer presidente afroamericano. Y junto a un soldado, depositaron junto a
su tumba una corona de flores, frente a la "llama eterna" que
iluminare su espíritu... Kennedy murió hace cincuenta años; pero su espíritu
permanece vivo.
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