Mariano
José de Larra (Madrid, 1809-1837), escritor,
periodista y político, visita Mérida en 1835 y escribe sobre la ciudad dos
artículos titulados "Las antigüedades de Mérida". Prologa el maestro Azorín en 1941 un volumen,
"Artículos de costumbres", en
el que agrupa "lo más típico, lo más literario, lo más ajeno a la política
de Larra", entre ellos los dos
citados. Casi toda la labor de Larra
es periodística. "Ni teatro ni novela señalan el paso de Larra por la literatura. Lo definitivo
--lo que se supone que lo es-- se cambia aquí en lo efímero, y lo efímero --el
artículo diario-- se convierte en lo definitivo", señala el prologuista.
Mariano José de Larra
no se entiende sin una niñez repartida entre Francia y España; sin su padre,
afrancesado, cirujano militar en el ejército josefino, exiliado en Burdeos y
París, que regresa a España en 1818 por la amnistía de Fernando VII. El niño Larra
sigue al padre en sus distintos destinos. En Cáceres se encuentra durante el
curso 1823-1824. Viajero infatigable, recorre España y los países próximos. Mariano José se pregunta un día
"¿qué hago yo en Madrid?" y se responde a sí mismo: "Todo es
chico en Madrid: no quepo en el teatro; no quepo en el café; todo está lleno, todo
obstruido, refugiado, escondido... Fuera, pues, de Madrid; no bien lo había
dicho, un mozo llevaba ya debajo del brazo el equipaje de Fígaro, más ligero que unas poesías furtivas. Una lente para
observar a los hombres, recado de escribir para bosquejarlos y mi mal o buen
humor para reírme de los más de ellos." Así principia su primer artículo
sobre Mérida.
Larra toma un
carruaje y deja atrás Madrid. "Tres días rodamos por el vacío; hacia el
fin del cuarto, una explanada sin límites se desenvolvió a mis ojos, y se
dibujaban en el fondo pálido de un cielo nebuloso los confusos y altísimos
vestigios de una magnífica población. ¿Hay hombres por fin allí?, me pregunté.
No; los ha habido. Eran las ruinas de la antigua Emerita Augusta" (siempre
la llama así) ¿Y cómo ve Mérida Mariano José; cómo define lo que ve y
siente? Revela: "La humilde Mérida, semejante a las aves nocturnas, hace
su habitación en las altas ruinas. Es un hijo raquítico, que apenas alienta,
cobijado por la rica faldamenta de una matrona decrépita. Era un niño dormido
en los brazos de un gigante."
Recuerda Larra que
Mérida "es uno de los recuerdos más antiguos de nuestra España", la segunda
ciudad del Imperio y el sitio del descanso al que aspiraban altos funcionarios
y guerreros cansados del aplauso de la victoria. Evoca su esplendor sobre un
terreno fértil y un río cuyas aguas, pérfidamente mansas como la sonrisa de una
mujer, deberían regar una campiña deleitosa. Ve su suelo, incrustado de
colosales bellezas romanas, que las civilizaciones todas no han sido capaces de
allanar. Observa un segundo suelo artificial, enteramente humano, sobre el
suelo primitivo de la naturaleza. No hay piedra en Mérida que no haya formado
parte de una habitación romana. Ve zaguanes empedrados con lápidas y losas
sepulcrales; le asombra que haya aún un gran número de cosecheros que se sirven
en sus bodegas de las mismas tinajas romanas, conservadas empotradas en sus
suelos, cuyo barro duradero parece desafiar todavía al tiempo.
Rodeado de ruinas, imagina percibir el ruido de la gran
ciudad, el confuso son de las armas, el hervir vividor de la inmensa población
romana. Advierte su error: hay un silencio sepulcral, no interrumpido siquiera
por el aquí fue del hombre reflexivo
y madurador. Y ahora, Larra se
adentra en el legado imperial. Se hace acompañar de su cicerone, "una verdadera ruina, no tan bien conservada como
las romanas". "Mérida --le dice
Fígaro-- ha sido una gran ciudad." Su interlocutor le responde
"¡Oh!, sí señor. La Historia dice que tenía ochenta puertas y que cada
puerta estaba guardada por cuatrocientos soldados de a pie y por ciento de
caballería; tenía cuatro palacios magníficos en los cuatro ángulos, que eran de
cuatro príncipes muy ricos..."
En estas, Larra
y su acompañante llegan al puente, de sesenta ojos espaciosos, que le dan una
longitud que se pierde de vista. Contempla los dos acueductos que enriquecieren
de aguas la ciudad; pasan por el circo, y se dirige a la calzada romana. En el
centro de la población, ve el arco de Trajano:
se asombra al encontrar en dos nichos laterales de sus puntos interiores dos
esculturas de mármol blanco, del gusto griego más puro... Ve también la capilla
dedicada a Santa Olalla, patrona de
la colonia, llamada el hornillo de la Santa, por haber sido allí martirizada...
Cita la casa del conde los Corvos,
las columnas del templo de Diana...
Y concluye su visita con un descubrimiento: "el de unos hombres que viven
entre sus ruinas tan ignorantes de ellas como los búhos y vencejos que en su
compañía las habitan..." Finaliza: "Mérida, posesora de tantos
tesoros numismáticos, olvidada de ellos, y olvidada ella misma, es en el día
una población de cortísima importancia: puéblanla apenas mil vecinos, y de su
grandeza pasada solo le quedan suntuosas ruinas y orgullosos recuerdos..."
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