Muchos padres están
sufriendo ya el síndrome del nido vacío. Lo esperaban, pero nunca lo deseaban. Los
retoños han aprobado la selectividad y buscan otro horizonte. Siempre hay una
esperanza de que no se vayan; pero los adolescentes no se deciden hasta que
llega la hora. No saben qué hacer. Lo que desearen no se encuentra en casa. Sus
padres tampoco están seguros de qué es lo que prefieren. Los estudios que
elijan marcarán su futuro profesional y laboral. O quizá no.
Los padres temen que llegue septiembre: la madre por su
hijo; el padre por la hija. Son conscientes de que una parte del nido quedará
vacía. No se harán sin ellos, como estos sin sus padres. Han vivido siempre
juntos y ha llegado la hora de la partida. La madre no se hará sin él; el
padre, sin ella. El cambio será total para ellos: de un pueblo a una ciudad; de
tu pequeña ciudad a otra mayor. La vida cambiará para todos, especialmente para
quienes abandonan el nido. Ya no tendrán a mamá que les dará la comida, les
lavará y planchará su ropa, les hará su cama… Papá no podrá darle la fuerza
necesaria a su hija cuando lo precisare. Se verán solos, tendrán que
administrarse por sí mismos; no contarán con el apoyo de sus progenitores, a quienes
recurrían cuando los necesitaren.
“Solo pensar que voy a perderlo, me da algo…”, dicen las
madres. “No podré vivir sin mi niña”, se lamenta el padre al ver su cama vacía
y no hallarla en casa cuando vuelve. Es ley de vida. Lo saben, pero no lo asumen.
Ahora, al menos, hablan por teléfono, pueden verlos por videoconferencia. Los
tienen más cerca que antes. Tampoco se van a la mili ni a la guerra, en que las
despedidas en las estaciones parecían duelos… Una madre me preguntó en cierta
ocasión si su único hijo tendría que hacer la mili. No podría soportar su
ausencia. Se barruntaba ya la supresión del servicio militar obligatorio y le
dije que no lo creía. Y así fue. Años después, cuando le pregunté por él, me
dijo que trabajaba en Madrid, tras finalizar la carrera. Ahora se sentía más
satisfecha, aunque le echara de menos.
El síndrome del nido vacío es más moral que físico. El
vacío en el nido produce tristeza, abandono, desmotivación… Han luchado los
padres para que llegaran hasta esta meta; pero hay otra superior por alcanzar:
prepararse para una profesión fuera de casa. Lo que debiere ser motivo de orgullo y
satisfacción es de tristeza, al no superar el vacío que dejan quienes siempre,
desde que vinieron al mundo, estuvieren en el nido familiar. El vacío físico se
palpa cada día, a determinadas horas. El vacío moral se lleva por dentro, como si
nos hubieren arrebatado una parte de nuestra vida, ahora ausente.
Pasarán los años, vendrán las vacaciones, el nido volverá
a estar lleno y las familias celebrarán sus días como siempre. Habrá, empero,
otro retorno al nido porque, aun mayores y formados, no hallan empleo ni pueden
pagarse un piso para vivir independientes de sus padres. Volverán al nido
familiar por necesidad. Es también otra ley de vida que, como expresare el
filósofo italiano Giambatistta Vico (1668-1744),
el acontecer humano no camina en forma lineal, sino por ciclos, que implican
avances y retrocesos, idas y venidas (corsi
e ricorsi), los meandros del transcurrir de la historia. No hay vacío
indefinido, porque el síndrome del nido lo llenan los pensamientos, los
recuerdos diarios de quienes lo abandonaron por necesidad y quienes permanecen in situ, pero que un día volverán a
llenarlo.
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