Las reglas de oro del político son tres: saber entrar, saber estar y saber retirarse. Unos entran sin desearlo, o buscándolo; otros saben estar y perduran, porque el pueblo les quiere y, finalmente, saben retirarse a tiempo. Quienes incumplen algunas de las tres reglas no pasarán a la historia de los políticos que saben escribir la historia con los reglones que les dicta el pueblo..
No es nadie el político sin el concurso del partido que le apoya y le aúpa; menos aún sin el pueblo que le confirma. Entre ambos escriben la historia, la que desean no solo para sí, sino para sus descendientes.
Ya en el poder, el político debe asumir que el poder lo ostenta, pero no le pertenece. Si no asumiere tal premisa, no sería político; sería un actor secundario de la política, que no sabría estar, ni menos retirarse a tiempo sino en retirada forzada. El poder no es eterno; es circunstancial. El poder se delega; no se otorga indefinidamente. El poder se asume para servir, no para servirse de él. Requiere el político la humildad del servidor, no la arrogancia de los dictadores, que nunca entraron como debieran, ni supieron estar, ni deseaban acaso retirarse. La democracia puede depurar las desviaciones del poder; también el partido, el pueblo mismo que delega su soberanía en las instituciones ostentadoras del poder.
Hace hoy veinticinco años, los extremeños asumieron el poder por vez primera y lo delegaron en quienes aspiraban a tomar las riendas de su futuro. Eligieron un presidente, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que les gobernó por esa voluntad delegada durante veinticuatro años. Transformó ese hombre Extremadura; le confirió la dignidad que nunca tuvo su tierra; pero un día -en septiembre hará dos años-- decidió libremente que había llegado su hora. Marcó en breve tiempo su agenda: la elección del sucesor, allanarle el camino, proyectarle desde la sombra y, tras la confirmación del pueblo, retirarse a tiempo.
Algunos no creían que se retirara del todo. Le ofrecieron oropeles en la corte, para no bajarse nunca más del coche: “del coche oficial, al coche fúnebre”, dijo en la campaña electoral. Todo lo rechazó quien se ató voluntariamente a su tierra de por vida. No creían sus adversarios que volviera a las aulas y tornó a ellas. Instigaban con prebendas a las que no podría sustraerse, y a todas se negó. Ponían en duda su retirada definitiva de la política y llegó de nuevo otra hora, la definitiva: tras veinte años como secretario general del partido, anuncia su retirada del cargo. “No es lo mismo irse a que te echen”, afirmó. “Ser socialista es una actitud, una forma de pensar y de estar, que a mí no me supone ningún esfuerzo”, dijo el lunes 5 de mayo, cuatro días antes de que se cumplieran los veinticinco desde que fuera elegido.
Veinticuatro años como presidente; veinte años como secretario general de su partido, y se marcha como llegó: desde la base a la cúspide y, desde ésta, de nuevo a la base. Rodríguez Ibarra supo entrar, estar y retirarse, agradecido a su partido y a los extremeños que le otorgaron su confianza. Como un guerrero que se retira a sus cuarteles de invierno.
No hay conformismo ni resignación como auguran los meritorios de la oposición que aspiran a ocupar un poder que aún no se les ha otorgado. Lo único que hay es confianza en el sucesor, Guillermo Fernández Vara, porque la fortaleza del político no reside solo en el poder que se le otorga, sino en la sabia administración de ese poder, que su mentor vio en él y el pueblo le confirmó hará el día 27 un año. Sin él ya, ahora le corresponde hablar al partido.
No es nadie el político sin el concurso del partido que le apoya y le aúpa; menos aún sin el pueblo que le confirma. Entre ambos escriben la historia, la que desean no solo para sí, sino para sus descendientes.
Ya en el poder, el político debe asumir que el poder lo ostenta, pero no le pertenece. Si no asumiere tal premisa, no sería político; sería un actor secundario de la política, que no sabría estar, ni menos retirarse a tiempo sino en retirada forzada. El poder no es eterno; es circunstancial. El poder se delega; no se otorga indefinidamente. El poder se asume para servir, no para servirse de él. Requiere el político la humildad del servidor, no la arrogancia de los dictadores, que nunca entraron como debieran, ni supieron estar, ni deseaban acaso retirarse. La democracia puede depurar las desviaciones del poder; también el partido, el pueblo mismo que delega su soberanía en las instituciones ostentadoras del poder.
Hace hoy veinticinco años, los extremeños asumieron el poder por vez primera y lo delegaron en quienes aspiraban a tomar las riendas de su futuro. Eligieron un presidente, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que les gobernó por esa voluntad delegada durante veinticuatro años. Transformó ese hombre Extremadura; le confirió la dignidad que nunca tuvo su tierra; pero un día -en septiembre hará dos años-- decidió libremente que había llegado su hora. Marcó en breve tiempo su agenda: la elección del sucesor, allanarle el camino, proyectarle desde la sombra y, tras la confirmación del pueblo, retirarse a tiempo.
Algunos no creían que se retirara del todo. Le ofrecieron oropeles en la corte, para no bajarse nunca más del coche: “del coche oficial, al coche fúnebre”, dijo en la campaña electoral. Todo lo rechazó quien se ató voluntariamente a su tierra de por vida. No creían sus adversarios que volviera a las aulas y tornó a ellas. Instigaban con prebendas a las que no podría sustraerse, y a todas se negó. Ponían en duda su retirada definitiva de la política y llegó de nuevo otra hora, la definitiva: tras veinte años como secretario general del partido, anuncia su retirada del cargo. “No es lo mismo irse a que te echen”, afirmó. “Ser socialista es una actitud, una forma de pensar y de estar, que a mí no me supone ningún esfuerzo”, dijo el lunes 5 de mayo, cuatro días antes de que se cumplieran los veinticinco desde que fuera elegido.
Veinticuatro años como presidente; veinte años como secretario general de su partido, y se marcha como llegó: desde la base a la cúspide y, desde ésta, de nuevo a la base. Rodríguez Ibarra supo entrar, estar y retirarse, agradecido a su partido y a los extremeños que le otorgaron su confianza. Como un guerrero que se retira a sus cuarteles de invierno.
No hay conformismo ni resignación como auguran los meritorios de la oposición que aspiran a ocupar un poder que aún no se les ha otorgado. Lo único que hay es confianza en el sucesor, Guillermo Fernández Vara, porque la fortaleza del político no reside solo en el poder que se le otorga, sino en la sabia administración de ese poder, que su mentor vio en él y el pueblo le confirmó hará el día 27 un año. Sin él ya, ahora le corresponde hablar al partido.
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