La dimisión voluntaria de su cargo del alcalde de Trujillo, José Antonio Redondo, tras la condena del Juzgado de lo Penal de Cáceres por un delito contra la seguridad en el tráfico, independientemente de cualesquiera otras interpretaciones efectuadas en los últimos días por otras formaciones políticas, trae a colación un aspecto no por novedoso menos importante y que pasa generalmente inadvertido en circunstancias como la que comentamos. Se trata de la ética y estética del comportamiento político.
A un político electo se le exige, y debe exigírsele, más que a un ciudadano normal. El valor no se le supone; la audacia va implícita en el cargo; su rectitud y probidad deben ser inherentes a la confianza en él depositada. No puede el político ser ni piedra de escándalo ni estar por encima del imperio de la ley que a todos atañe. Pagará sus yerros como se ensalzan sus virtudes. El político no es infalible y está sujeto al error, como cualquier mortal. Ha de parecer honrado, como la mujer del César, aunque aquella no lo fuere. Todo eso y más se le exige al político.
Los deslices del político son, por lo general, jaleados sin piedad y sin perdón por quienes acaso no confiesen sus pecados, no porque no los hubieren cometido, sino porque los ocultan o no son descubiertos. La sana discrepancia política se enturbia por quienes ven en el error humano, en la dimisión voluntariamente aceptada del político, un triunfo propio y una derrota del adversario, un campo abierto sin minar para hilar condena tras condena a quien ya ha sido condenado y la acepta con la humildad del político: su dimisión.
La penitencia del político honesto no reside solo en la condena del juez, sino en la más vil condena de otros hombres no jueces que juzgan también una causa ya juzgada; quienes hacen leña del árbol caído y someten a juicio descarnado la intimidad personal y política del hombre limpio hasta que tropezó una vez. Como si la mancha del pecado no pudiera lavarse con la penitencia; como si los juzgadores fueran todos concebidos sin mancha y por ello mismo, jamás la hubieren en sus vidas.
El perdón no excluye el olvido ni el olvido la clemencia. El corazón humano tiende más al perdón que al olvido. La humanidad es más humana cuanto más perdona, porque nadie está libre de pecado.
No debiera escandalizar tanto en democracia un yerro político como otros consentidos; los ajenos más que los propios; los de aquellos que tapan sus vergüenzas juzgando lo que no debieren; quienes se solazan con la desgracia ajena, cuando la propia la guardan en su pajar; aquellos otros portavoces de causas perdidas, incapaces de ver en sus propios pecados su penitencia.
La dimisión de José Antonio Redondo es ética y estética. Ética porque es conforme a la moral que se le supone al político; y estética porque entra de lleno en el conjunto de elementos que caracterizan a un determinado partido político, como al que pertenece: el PSOE.
El sentido de la responsabilidad en el trabajo, que es uno de los primeros deberes del militante del PSOE (Título I, capítulo II, artículo 7-2 de los Estatutos Federales) abonan la ética y estética de un acto que honra a los socialistas y al pueblo que le eligió y a otros voceros de la oposición les envilece, porque ellos no están acostumbrados a renunciar a sus cargos, aunque el pueblo les dé la espalda y, además, asumen la estrategia de la confusión al pretender dar lecciones de autoridad moral cuando no reconocen ni sus propios pecados.
Como ha afirmado el presidente de la Junta de Extremadura, no “es preciso que se le condene tres veces lo que ha hecho”. Y eso es exactamente lo que ocurre con Redondo por quien Trujillo, a pesar de ellos, es hoy más Trujillo, de la mano de un profesor que aprendió en los clásicos la ética y la estética socialistas y de esa mano y de su inteligencia dio a su pueblo lo mejor que supo y pudo.
A un político electo se le exige, y debe exigírsele, más que a un ciudadano normal. El valor no se le supone; la audacia va implícita en el cargo; su rectitud y probidad deben ser inherentes a la confianza en él depositada. No puede el político ser ni piedra de escándalo ni estar por encima del imperio de la ley que a todos atañe. Pagará sus yerros como se ensalzan sus virtudes. El político no es infalible y está sujeto al error, como cualquier mortal. Ha de parecer honrado, como la mujer del César, aunque aquella no lo fuere. Todo eso y más se le exige al político.
Los deslices del político son, por lo general, jaleados sin piedad y sin perdón por quienes acaso no confiesen sus pecados, no porque no los hubieren cometido, sino porque los ocultan o no son descubiertos. La sana discrepancia política se enturbia por quienes ven en el error humano, en la dimisión voluntariamente aceptada del político, un triunfo propio y una derrota del adversario, un campo abierto sin minar para hilar condena tras condena a quien ya ha sido condenado y la acepta con la humildad del político: su dimisión.
La penitencia del político honesto no reside solo en la condena del juez, sino en la más vil condena de otros hombres no jueces que juzgan también una causa ya juzgada; quienes hacen leña del árbol caído y someten a juicio descarnado la intimidad personal y política del hombre limpio hasta que tropezó una vez. Como si la mancha del pecado no pudiera lavarse con la penitencia; como si los juzgadores fueran todos concebidos sin mancha y por ello mismo, jamás la hubieren en sus vidas.
El perdón no excluye el olvido ni el olvido la clemencia. El corazón humano tiende más al perdón que al olvido. La humanidad es más humana cuanto más perdona, porque nadie está libre de pecado.
No debiera escandalizar tanto en democracia un yerro político como otros consentidos; los ajenos más que los propios; los de aquellos que tapan sus vergüenzas juzgando lo que no debieren; quienes se solazan con la desgracia ajena, cuando la propia la guardan en su pajar; aquellos otros portavoces de causas perdidas, incapaces de ver en sus propios pecados su penitencia.
La dimisión de José Antonio Redondo es ética y estética. Ética porque es conforme a la moral que se le supone al político; y estética porque entra de lleno en el conjunto de elementos que caracterizan a un determinado partido político, como al que pertenece: el PSOE.
El sentido de la responsabilidad en el trabajo, que es uno de los primeros deberes del militante del PSOE (Título I, capítulo II, artículo 7-2 de los Estatutos Federales) abonan la ética y estética de un acto que honra a los socialistas y al pueblo que le eligió y a otros voceros de la oposición les envilece, porque ellos no están acostumbrados a renunciar a sus cargos, aunque el pueblo les dé la espalda y, además, asumen la estrategia de la confusión al pretender dar lecciones de autoridad moral cuando no reconocen ni sus propios pecados.
Como ha afirmado el presidente de la Junta de Extremadura, no “es preciso que se le condene tres veces lo que ha hecho”. Y eso es exactamente lo que ocurre con Redondo por quien Trujillo, a pesar de ellos, es hoy más Trujillo, de la mano de un profesor que aprendió en los clásicos la ética y la estética socialistas y de esa mano y de su inteligencia dio a su pueblo lo mejor que supo y pudo.
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