Hay silencios que hablan, otorgan y que disienten. Como el de la gente sin vacaciones, el de los hombres y mujeres en paro, los jóvenes sin perspectivas, las mujeres maltratadas, las parejas sin vivienda, el sordo silencio de los sin futuro, con su proyecto de vida truncado; el silencio de los que disienten, aun en posesión del habla; el de los que otorgan sin hablar; el de los que hablan sin decir nada.
Tanto silencio se troca, a veces, en suspiros del alma, liberadora del habla oculta; en un grito desgarrador que alivie la ausencia de la palabra. Gritos de alivio, de felicidad o de desgarro del corazón de quienes antes guardaron monacal silencio.
El habla hace esclavos de los libertos; el silencio se adueña de las palabras. Solo puede romperse el saque de la palabra; el silencio no podrá romperla nunca porque es inhibitorio de la palabra. Nunca el silencio podrá alcanzar la meta de la palabra que habla, sí, pero que también otorga y disiente.
El silencio habla con la mirada, con la resignación de quienes nada tienen, aun teniendo palabra, o confían en la salvadora de otros que redima su silencio. “Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-42)… ). La fe que habla, o la desesperanza de quienes perdieron toda esperanza de vida. “Lasciate ogni speranza, voi ch´entrate” (“Perded toda esperanza los que entráis...”), en Dante: “La Divina Comedia”, Infierno, Canto III, línea 9).
El silencio que otorga es aquél que elude la palabra, aunque asienta con un gesto; el que nada dice, pese a que hubiere mucho por decir. Todo dicho ya, a qué más palabras cuando la de uno es silenciada, no habida en cuenta, ni sumando, ni minuendo, ni multiplicador del espíritu de la palabra; si acaso, divisor de la palabra misma. Como la condolencia tras la muerte y el gesto que otorga el pesar recibido; sensu contrario, el silencio ante la muerte inexplicable de las víctimas colaterales, por consanguinidad y amor, del terrorismo, de accidentes aéreos o terrestres; a veces, las sonrisas maliciosas que esconden la palabra, como el gesto que otorga sin ellas…
El silencio que disiente ni habla ni otorga en la expresividad misma del silencio. Fusiona ambos, pero también sin palabras. El voto en blanco, nulo o la abstención, o la disensión por la palabra de quien fuere poseedor de ella, pero que rehúsa en desacuerdo con la propuesta de la palabra de otros. A veces, el silencio que disiente termina con el silencio que habla y otorga: es el silencio impuesto por los maltratadores de palabra y obra. No hablarán nunca quienes antes otorgaron o disintieron sin palabras: “Quien tenga alguna objeción, que hable ahora o calle para siempre.” (Ritual del matrimonio católico); o “eres mía o no serás de nadie”; “a éste le callaremos para siempre”…, de maltratadores e intolerantes. Algunos terminaron con la vida; otros, en cambio, sirvieron para iniciar una nueva vida. No hay grito del silencio más desgarrador que éste que, en su disenso, perdió definitivamente su palabra, que nunca habló ni otorgó de palabra la ley del silencio impuesto por la palabra; escrita, de ley injusta; o de palabra, de ley de otra palabra que quisiera ahogar, y lo consigue, la propia.
Los gritos de los atletas vencedores en los Juegos Olímpicos son los gritos del silencio contenido durante cuatro años de trabajo y sacrificios para lograr una medalla; el silencio que por fin habló donde hubiere de hablar. El grito de dolor deviene por el silencio que antes otorgare su palabra. El grito del silencio que disiente es, también, el habla sufrida, dolorida, de quien nunca debió disentir sin hacer buen uso de su palabra ante un auditorio al que no le conviniere la suya.
Hay silencios que matan; que se vuelven contra sus dueños; incluso contra los esclavos de la palabra… Siempre nos quedará la palabra para gritar nuestras expectativas no satisfechas, los derechos inútilmente expropiados, las promesas incumplidas, las ilusiones quebradas, como viejos juguetes rotos por muchos hombres, y algunas mujeres, nacidos para torturar, no para aliviar con su palabra, venteada en la gran parva de los silencios de la palabra, ni siquiera con su silencio, en ocasiones bálsamo sin palabras.
“Los gritos del silencio de los atletas vencedores en los Juegos Olímpicos son los gritos del silencio contenido durante cuatro años de trabajo y sacrificios por lograr una medalla.” En la imagen, el tenista Rafael Nadal.
Tanto silencio se troca, a veces, en suspiros del alma, liberadora del habla oculta; en un grito desgarrador que alivie la ausencia de la palabra. Gritos de alivio, de felicidad o de desgarro del corazón de quienes antes guardaron monacal silencio.
El habla hace esclavos de los libertos; el silencio se adueña de las palabras. Solo puede romperse el saque de la palabra; el silencio no podrá romperla nunca porque es inhibitorio de la palabra. Nunca el silencio podrá alcanzar la meta de la palabra que habla, sí, pero que también otorga y disiente.
El silencio habla con la mirada, con la resignación de quienes nada tienen, aun teniendo palabra, o confían en la salvadora de otros que redima su silencio. “Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-42)… ). La fe que habla, o la desesperanza de quienes perdieron toda esperanza de vida. “Lasciate ogni speranza, voi ch´entrate” (“Perded toda esperanza los que entráis...”), en Dante: “La Divina Comedia”, Infierno, Canto III, línea 9).
El silencio que otorga es aquél que elude la palabra, aunque asienta con un gesto; el que nada dice, pese a que hubiere mucho por decir. Todo dicho ya, a qué más palabras cuando la de uno es silenciada, no habida en cuenta, ni sumando, ni minuendo, ni multiplicador del espíritu de la palabra; si acaso, divisor de la palabra misma. Como la condolencia tras la muerte y el gesto que otorga el pesar recibido; sensu contrario, el silencio ante la muerte inexplicable de las víctimas colaterales, por consanguinidad y amor, del terrorismo, de accidentes aéreos o terrestres; a veces, las sonrisas maliciosas que esconden la palabra, como el gesto que otorga sin ellas…
El silencio que disiente ni habla ni otorga en la expresividad misma del silencio. Fusiona ambos, pero también sin palabras. El voto en blanco, nulo o la abstención, o la disensión por la palabra de quien fuere poseedor de ella, pero que rehúsa en desacuerdo con la propuesta de la palabra de otros. A veces, el silencio que disiente termina con el silencio que habla y otorga: es el silencio impuesto por los maltratadores de palabra y obra. No hablarán nunca quienes antes otorgaron o disintieron sin palabras: “Quien tenga alguna objeción, que hable ahora o calle para siempre.” (Ritual del matrimonio católico); o “eres mía o no serás de nadie”; “a éste le callaremos para siempre”…, de maltratadores e intolerantes. Algunos terminaron con la vida; otros, en cambio, sirvieron para iniciar una nueva vida. No hay grito del silencio más desgarrador que éste que, en su disenso, perdió definitivamente su palabra, que nunca habló ni otorgó de palabra la ley del silencio impuesto por la palabra; escrita, de ley injusta; o de palabra, de ley de otra palabra que quisiera ahogar, y lo consigue, la propia.
Los gritos de los atletas vencedores en los Juegos Olímpicos son los gritos del silencio contenido durante cuatro años de trabajo y sacrificios para lograr una medalla; el silencio que por fin habló donde hubiere de hablar. El grito de dolor deviene por el silencio que antes otorgare su palabra. El grito del silencio que disiente es, también, el habla sufrida, dolorida, de quien nunca debió disentir sin hacer buen uso de su palabra ante un auditorio al que no le conviniere la suya.
Hay silencios que matan; que se vuelven contra sus dueños; incluso contra los esclavos de la palabra… Siempre nos quedará la palabra para gritar nuestras expectativas no satisfechas, los derechos inútilmente expropiados, las promesas incumplidas, las ilusiones quebradas, como viejos juguetes rotos por muchos hombres, y algunas mujeres, nacidos para torturar, no para aliviar con su palabra, venteada en la gran parva de los silencios de la palabra, ni siquiera con su silencio, en ocasiones bálsamo sin palabras.
“Los gritos del silencio de los atletas vencedores en los Juegos Olímpicos son los gritos del silencio contenido durante cuatro años de trabajo y sacrificios por lograr una medalla.” En la imagen, el tenista Rafael Nadal.
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