El 26 de agosto pasado, cuando Ligia Palomino sobrevivió al accidente de Spanair en Barajas, su madre y hermana, tras consolarla, se preguntaban: “por qué la felicidad no es plena.” Toni, su pareja, y su cuñada, continuaban desaparecidos.
Quizá todo el mundo haya dicho alguna vez: “Soy feliz”, sin más calificativos; pero, qué es la felicidad, cuándo nace y muere. ¿Es la vida toda un río de felicidad? Algunas personas suelen añadir al “soy feliz” una justificación moral y otra material, como si la felicidad fuese la suma de los dos y no “un estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”.
“Soy feliz porque amo, me siento amada y tengo todo lo que deseé.” La amada feliz lo afirma cuando siente que la felicidad la inunda: amar y sentirse amada, condición moral “sine que non” para la felicidad; y, después, los bienes, posibles, aun mínimos, para ser felices; pero el amor no lo es todo, aun con la fuerza que conlleva.
En una vieja canción de la “década prodigiosa”, de “Los Stop”, se afirmaba con rotundidad:
“Tres cosas hay en la vida
Salud, dinero y amor.
El que tenga esas tres cosas
Que le dé gracias a Dios.”
Muchos se han preguntado si ese orden de factores no altera el producto final, como en el estilo matemático. En una sociedad consumista y materializada, unos pocos, frente a la mayoría, sí lo alteran. Es obvio que sin salud es difícil ser feliz; que sin amar y ser amado, aunque existiere el primer factor, tampoco. Entonces, ¿son el dinero, los bienes materiales, la equis mal situada en el orden de los factores, que sí altera el producto? Sencillamente, sí, porque un bien material no puede soslayar un bien moral.
Es un axioma comúnmente aceptado que “el dinero no da la felicidad, pero ayuda a conseguirla”. Sin embargo, muchos poseedores en abundancia del segundo factor, niegan, de palabra y hecho, la mayor y la menor: “el dinero no da la felicidad, ni siquiera ayuda a conseguirla.”
La felicidad no es un bien material que pueda adquirirse. La felicidad sentida, vivida o proclamada, es, como la pasión, un instante, un momento; pero no una corriente continua de agua, un río en el decurso de la vida.
Todo ser humano, por pobre que fuere, ha vivido y sentido la felicidad como ese estado del ánimo que define la Academia... Cuando se nos pregunta cuál ha sido el momento más feliz de nuestra vida, surgen espontáneas y variadas respuestas; pero todas ellas convergen en unos cuantos puntos de unión: el primero amor, que nunca se olvida; el definitivo; los desposorios, el primer hijo; el título conseguido, la oposición ganada, el trabajo logrado, la vivienda sufrida... En pocos casos, el dinero es señalado como factor tributario de la felicidad. De aquí el dicho: “No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita.”
En los desposorios católicos, el oficiante, tras cerciorarse por los testigos y por los propios contrayentes de su libre voluntad de contraer matrimonio, les hace repetir sus palabras sobre estos supuestos: la felicidad no es el instante que viven, sino que debe perpetuarse en la fidelidad recíproca: “En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, todos los días de su vida, hasta que la muerte os separe.” Prima aquí la fidelidad que impone el sacramento a la felicidad que se le supone a la pareja en el instante; y al hecho de que ambas no deben ser obstruidas ni por los bienes materiales ni por los avatares de la vida misma. Hay, sin embargo, otro momento--la entrega de las arras-- como “símbolo de mi amor y de los bienes que vamos a compartir”, que fluyen entre las manos de los novios, quizá sin ningún bien en ese momento más que el instante preciso de su propia felicidad oficialmente declarada pública, civilmente registrada y, por su fe, sacramentada, si así lo desearen.
Jorge Bucay se preguntaba en “El buscador” por las enigmáticas cifras grabadas en las tumbas de un cementerio. No eran las habituales: los años de nacimiento y de la muerte, sino las horas que los difuntos estimaban que habían sido felices en su vida. “Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba. Porque ése es para nosotros el único y verdadero tiempo vivido”, le explicaba el cuidador del camposanto. Por ello, Bucay define la felicidad como “la certeza de no sentirse perdido”.
No hay felicidad completa ni en tiempos de crisis ni de abundancia. Cuando mejor va todo, como un sirimiri de felicidad, siempre la muerte llama la puerta que, no por esperada o inesperada, por juventud o vejez, pone límites a la felicidad en la vida. Por ello, el mayor deseo a una pareja es: “Que seáis muy felices.”; pero la felicidad, como el amor, no se busca: se halla; no se compra: se adquiere cada día en que, afortunadamente, el Sol continúa saliendo para alumbrarla; las estrellas, quizás un día, serán lejanas luminarias de la felicidad hallada y perdida, por el corazón y el alma humanos, tan frágiles como aquéllas, como la vida misma en su nacimiento, un instante de felicidad para los felices padres, pero no a perpetuidad, como el nicho que acogiere el descanso eterno a la espera del Paraíso prometido, la eterna felicidad para quienes hubieren fe en él y la cultivaren en vida.
Quizá todo el mundo haya dicho alguna vez: “Soy feliz”, sin más calificativos; pero, qué es la felicidad, cuándo nace y muere. ¿Es la vida toda un río de felicidad? Algunas personas suelen añadir al “soy feliz” una justificación moral y otra material, como si la felicidad fuese la suma de los dos y no “un estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”.
“Soy feliz porque amo, me siento amada y tengo todo lo que deseé.” La amada feliz lo afirma cuando siente que la felicidad la inunda: amar y sentirse amada, condición moral “sine que non” para la felicidad; y, después, los bienes, posibles, aun mínimos, para ser felices; pero el amor no lo es todo, aun con la fuerza que conlleva.
En una vieja canción de la “década prodigiosa”, de “Los Stop”, se afirmaba con rotundidad:
“Tres cosas hay en la vida
Salud, dinero y amor.
El que tenga esas tres cosas
Que le dé gracias a Dios.”
Muchos se han preguntado si ese orden de factores no altera el producto final, como en el estilo matemático. En una sociedad consumista y materializada, unos pocos, frente a la mayoría, sí lo alteran. Es obvio que sin salud es difícil ser feliz; que sin amar y ser amado, aunque existiere el primer factor, tampoco. Entonces, ¿son el dinero, los bienes materiales, la equis mal situada en el orden de los factores, que sí altera el producto? Sencillamente, sí, porque un bien material no puede soslayar un bien moral.
Es un axioma comúnmente aceptado que “el dinero no da la felicidad, pero ayuda a conseguirla”. Sin embargo, muchos poseedores en abundancia del segundo factor, niegan, de palabra y hecho, la mayor y la menor: “el dinero no da la felicidad, ni siquiera ayuda a conseguirla.”
La felicidad no es un bien material que pueda adquirirse. La felicidad sentida, vivida o proclamada, es, como la pasión, un instante, un momento; pero no una corriente continua de agua, un río en el decurso de la vida.
Todo ser humano, por pobre que fuere, ha vivido y sentido la felicidad como ese estado del ánimo que define la Academia... Cuando se nos pregunta cuál ha sido el momento más feliz de nuestra vida, surgen espontáneas y variadas respuestas; pero todas ellas convergen en unos cuantos puntos de unión: el primero amor, que nunca se olvida; el definitivo; los desposorios, el primer hijo; el título conseguido, la oposición ganada, el trabajo logrado, la vivienda sufrida... En pocos casos, el dinero es señalado como factor tributario de la felicidad. De aquí el dicho: “No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita.”
En los desposorios católicos, el oficiante, tras cerciorarse por los testigos y por los propios contrayentes de su libre voluntad de contraer matrimonio, les hace repetir sus palabras sobre estos supuestos: la felicidad no es el instante que viven, sino que debe perpetuarse en la fidelidad recíproca: “En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, todos los días de su vida, hasta que la muerte os separe.” Prima aquí la fidelidad que impone el sacramento a la felicidad que se le supone a la pareja en el instante; y al hecho de que ambas no deben ser obstruidas ni por los bienes materiales ni por los avatares de la vida misma. Hay, sin embargo, otro momento--la entrega de las arras-- como “símbolo de mi amor y de los bienes que vamos a compartir”, que fluyen entre las manos de los novios, quizá sin ningún bien en ese momento más que el instante preciso de su propia felicidad oficialmente declarada pública, civilmente registrada y, por su fe, sacramentada, si así lo desearen.
Jorge Bucay se preguntaba en “El buscador” por las enigmáticas cifras grabadas en las tumbas de un cementerio. No eran las habituales: los años de nacimiento y de la muerte, sino las horas que los difuntos estimaban que habían sido felices en su vida. “Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba. Porque ése es para nosotros el único y verdadero tiempo vivido”, le explicaba el cuidador del camposanto. Por ello, Bucay define la felicidad como “la certeza de no sentirse perdido”.
No hay felicidad completa ni en tiempos de crisis ni de abundancia. Cuando mejor va todo, como un sirimiri de felicidad, siempre la muerte llama la puerta que, no por esperada o inesperada, por juventud o vejez, pone límites a la felicidad en la vida. Por ello, el mayor deseo a una pareja es: “Que seáis muy felices.”; pero la felicidad, como el amor, no se busca: se halla; no se compra: se adquiere cada día en que, afortunadamente, el Sol continúa saliendo para alumbrarla; las estrellas, quizás un día, serán lejanas luminarias de la felicidad hallada y perdida, por el corazón y el alma humanos, tan frágiles como aquéllas, como la vida misma en su nacimiento, un instante de felicidad para los felices padres, pero no a perpetuidad, como el nicho que acogiere el descanso eterno a la espera del Paraíso prometido, la eterna felicidad para quienes hubieren fe en él y la cultivaren en vida.
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