Cuando principia a hablarse del heredero de la Corona, el más formado de todos los príncipes de la historia española, en que pudiere ser llegada la hora para suceder a su padre, el Rey, si él lo estimare conveniente, los herederos del heredero se han constituido en el movimiento de los indignados.
Los herederos del heredero forman también la generación más formada de toda la historia de España y se encuentran desheredados de la fortuna, no intelectual, como en el pasado, por la división de clases, sino por los mercados, los especuladores, la banca que siempre gana, los reformistas y los abstencionistas de las reformas, que para nada tienen en cuenta a las personas. Sueñan con que otro mundo es posible y, en su utopía irrealizable, colisionan con una democracia frenada por poderes fácticos que dan un paso adelante y tres para atrás. Quisieran ser la democracia real frente a la instaurada y proclamada en el ordenamiento jurídico.
La indignación de los herederos sin herencia se alimenta de un mundo que destruye empleo sin crear otros nuevos; que prejubila a quienes, por edad y preparación, tendrían aún mucho que ofrecer y jubila para siempre a quienes nada han podido dar de sí porque no encontraren lo que buscaren y para lo que se prepararon; que da trabajo a quienes quizá poco, o casi nada, dieren de sí para la colectividad, y se lo retira a quienes están dispuestos a darlo todo, hasta su vida, si preciso fuere, para vivir su propia vida y dar vida a sus otras vidas.
Los herederos del primer heredero echaron la simiente a tiempo; trabajaron durante horas en formarse; cultivaron sus campos; pero vino la tempestad y arrasó las semillas plantadas. Buscaron y no hallaron; llamaron a todas las puertas y no se les contestó. A otros, sin embargo, que nada cultivaron, les dieron su fruto, aunque no lo merecieren ni por formación ni por edad, sino por amiguismo o enchufismo. Y hubieron de volver a la casa del padre para que les dieren de comer, cerradas todas las puertas, anuladas todas sus voluntades: las de libertad, emancipación, trabajo, familia, hijos… Nada les llegare, sino la soledad de quien cohabita a solas con su pensamiento e indignación.
Matilde Padrós y Heildegart fueron mujeres adelantadas a su tiempo en un mundo de hombres en el que ni siquiera pudieren pisar. Hoy sí pueden, pero tampoco las dejan: las matan por su libertad y la libertad de su pensamiento. Su igualdad quebrada; la del hombre, anulada, como si otro mundo no fuere posible, como si la democracia real fuere solo cosa de los mercados y no de las personas, con necesidades reales. No son antisistemas, no; es el sistema el que fagocita una generación condenada a perderse; la más preparada, la más digna de la sucesión, que no vivirá ni para cobrar una pensión cuando llegare su hora. Ellos y ellas, los otros príncipes de España, cortesanos a la fuerza de banqueros, especuladores, mercados y políticos sin escrúpulos, que se creen reyes en la victoria cuando tan solo son esclavos de sus libertos. Herederos perdidos de una España que hubiere el mejor príncipe heredero de todos los tiempos, y ellos, a solas con su indignación.
Los herederos del heredero forman también la generación más formada de toda la historia de España y se encuentran desheredados de la fortuna, no intelectual, como en el pasado, por la división de clases, sino por los mercados, los especuladores, la banca que siempre gana, los reformistas y los abstencionistas de las reformas, que para nada tienen en cuenta a las personas. Sueñan con que otro mundo es posible y, en su utopía irrealizable, colisionan con una democracia frenada por poderes fácticos que dan un paso adelante y tres para atrás. Quisieran ser la democracia real frente a la instaurada y proclamada en el ordenamiento jurídico.
La indignación de los herederos sin herencia se alimenta de un mundo que destruye empleo sin crear otros nuevos; que prejubila a quienes, por edad y preparación, tendrían aún mucho que ofrecer y jubila para siempre a quienes nada han podido dar de sí porque no encontraren lo que buscaren y para lo que se prepararon; que da trabajo a quienes quizá poco, o casi nada, dieren de sí para la colectividad, y se lo retira a quienes están dispuestos a darlo todo, hasta su vida, si preciso fuere, para vivir su propia vida y dar vida a sus otras vidas.
Los herederos del primer heredero echaron la simiente a tiempo; trabajaron durante horas en formarse; cultivaron sus campos; pero vino la tempestad y arrasó las semillas plantadas. Buscaron y no hallaron; llamaron a todas las puertas y no se les contestó. A otros, sin embargo, que nada cultivaron, les dieron su fruto, aunque no lo merecieren ni por formación ni por edad, sino por amiguismo o enchufismo. Y hubieron de volver a la casa del padre para que les dieren de comer, cerradas todas las puertas, anuladas todas sus voluntades: las de libertad, emancipación, trabajo, familia, hijos… Nada les llegare, sino la soledad de quien cohabita a solas con su pensamiento e indignación.
Matilde Padrós y Heildegart fueron mujeres adelantadas a su tiempo en un mundo de hombres en el que ni siquiera pudieren pisar. Hoy sí pueden, pero tampoco las dejan: las matan por su libertad y la libertad de su pensamiento. Su igualdad quebrada; la del hombre, anulada, como si otro mundo no fuere posible, como si la democracia real fuere solo cosa de los mercados y no de las personas, con necesidades reales. No son antisistemas, no; es el sistema el que fagocita una generación condenada a perderse; la más preparada, la más digna de la sucesión, que no vivirá ni para cobrar una pensión cuando llegare su hora. Ellos y ellas, los otros príncipes de España, cortesanos a la fuerza de banqueros, especuladores, mercados y políticos sin escrúpulos, que se creen reyes en la victoria cuando tan solo son esclavos de sus libertos. Herederos perdidos de una España que hubiere el mejor príncipe heredero de todos los tiempos, y ellos, a solas con su indignación.
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