martes, 9 de agosto de 2011

DE LOS NOMBRES DEL CIELO EN LA TIERRA

No hubiere más cielo en la tierra que el firmamento que la envolviere; pero hay distintas gradaciones del vocablo según lugares, latitudes y tiempos. No es lo mismo el cielo de día, hiriente de soles en verano, estrellado de noche, en la dehesa extremeña, que sobre el mar. Ni lo mismo el de invierno que el de verano por oposición de las estaciones extremas; ni el de Extremadura que el de norte europeo, soleado uno, y nuboso y más lluvioso el otro.

Hay cielos de día y de noche; diáfanos y oscuros; sin estrellas y estrellados. Los contemplamos más de día que de noche, porque no deseamos en el tiempo de luz otra que no fuere perturbadora de su vida, y en la noche, la oscuridad que envolviere el descanso. Los fenómenos atmosféricos rompen el día y la noche. Nunca llueve a gusto de todos, ni nieva en lugares en que los blancos copos no fueren esperados; ni el viento huracanado fuere bienvenido ni la lluvia torrencial deseada.

Todo por venir y por llegar, los extremeños aprendimos de noche, sobre la parva de la era, los nombres de las constelaciones, fuera de la ciudad encendida que impidiere ver las estrellas. Y así, nos decían: la Osa Mayor, el carro; la Osa Menor; la Luna y las estrellas; las fugaces y el lucero del alba..., las estelas de los aviones marcando como surcos la atmósfera y los primeros cohetes espaciales que orbitaren la Tierra, desde cuya atalaya los astronautas vieren un planeta todo azul, marcado por los mares y la tierra, de los que el hombre sacare sus frutos.

He dicho cielo y tenemos por tal no solo el nombre propio de mujer, extensivo al varón que lo fuere por adjetivo, sin cuya visión y envoltura no tuviere sentido nuestra existencia en la Tierra.

El cielo... y las estrellas. Qué fuere de día un cielo sin Sol; un cielo de noche sin estrellas... Estrella de día, Estrella de noche, que alumbra por todo nombre el decurso vital del hombre. Estrella, cuya sola voz evocare el cielo. He recordado el lucero del alba, que marcare en los días claros, sin nubes, un día más en nuestras vidas.

El cielo, el Sol, la Luna, las estrellas, el lucero del alba... los extrapolamos como nombres propios para apelar a quienes amamos; para agradecer una deferencia femenina hacia el hombre ("¡eres un cielo!"); para adjetivar una pasión ("¡lucero mío...!"), agradecidos a las señales que nos dieren y que hacemos propias hasta humanizarlas y adjetivarlas en la minúscula humanidad frente a la inmensidad de su luz perdida en el espacio, como un imán en los nombres de mujer, que reprodujeren en la Tierra los frutos del cielo y de los mares que nos rodean.

El Sol, como astro rey, no faltare como nombre de mujer, como un deseo de que no solo ilumine la tierra, sino de quienes convivieren a su alrededor. Sol de día, Sol de noche, extrapolado en la oscuridad a través de la Luna.

Dije Luna, y así inscriben algunos padres a sus hijos en el registro. Luna, solo nombre de mujer, por femenino que, tras ser hollada por el hombre, se perpetuó en la Tierra como la imagen poética de la que fuere aureolada por los vados.

Cielos de latitudes y estaciones; cielos de día y de noche; cielos de estaciones; cielos de personas... Varios cielos en uno solo, aunque distintos y distantes, en los que contemplarnos como en la belleza de la tierra que habitamos. De ambos comemos y disfrutamos. Por qué agredirlos si fueren tan nuestros que apelamos en su nombre a la orfandad más temida: "¡Cómo abandonarte, Sol y Estrella, de mi vida, si fueres mi luz de día y de noche, como la Luna y el lucero del alba frente al mar infinito de nuestros horizontes sin fin...


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