En el antiguo régimen se era insolvente más social que económicamente. Si te adjetivaren de tal guisa, era más un insulto que una definición financiera. El insolvente era un pobre desvalido que no hubiere donde caerse muerto; era un donnadie, sin poder de tipo alguno, acaso sin catadura moral para otros. Y, por supuesto, sin bienes para responder ante los tribunales que por la causa le juzgaren. Y no es que le sentenciare la justicia porque fuere acreedor a tal circunstancia. Lo fuere por los insultos que le dedicaren sus más firmes adversarios.
De los insolventes morales de ayer hemos pasado a los insolventes económicos de hoy. "Los insolventes aumentan un 16 por ciento en el segundo trimestre" respecto al de 2010, podíamos leer en la prensa de ayer, según fuentes del INE. Crecen los concursos de acreedores (antiguas suspensiones de pago) y las insolvencias.
Los insolventes del ayer lo fueren por activa, media y pasiva. Nada hubieren para ser declarados como tales y ningún mal hicieren para ser considerados de esa guisa.
Los insolventes eran aún morales; económicos, hoy; coyunturales, o a tiempo parcial, como ciertos contratos de trabajo que hoy se ofrecen por misericordia y para rebajar las cifras del desempleo.
Los insolventes morales no eran favorecidos de la vida porque nada hubieren. Lo fue entonces la mayoría. El insolvente era quien se superponía a otros considerado superior y solvente económica, cultural y socialmente; quien hubiere alcanzado la solvencia no por los méritos que otros se atribuyeren para sí en exclusiva, sino por señalamiento, no por elección; por ideología, no por trabajo; por solvencia quizás económica, no moral, que se le supusiere.
La crisis y los mercados han procreado hoy a los insolventes de verdad, los económicamente débiles que se ven arrastrados por sus turbulencias a los concursos de acredores, las insolvencias y las quiebras. Los rosa de los vientos de los gestores de los fondos de inversión condicionan hoy nuestros activos y vidas. Todos somos ya insolventes en potencia "sensu strictu". Ayer ricos, aunque "insolventes" moralmente; hoy, insolventes económicos o coyunturales. Todos, excepción hecha de la clase privilegiada, que antes prefiere el fin de los insolventes, aunque se hundiere con ellos el barco de la solvencia nacional.
Cuando el Rey insta a "tirar del barco adelante" y a "hacer política con mayúsculas", la oposición nacional solo ve un camino de salida: un cambio de rumbo y un mayor adelanto electoral del previsto, como si si ellos pudieren solventar por sí solos la insolvencia a la que nos condujeren unos y otros, solventes de bolsillo, pero insolventes morales, como ellos trataron anteayer a los insolventes de solemnidad. "¡Es un insolvente!..." ¿No lo seremos todos al final por los excesos de unos y los defectos de otros?
De los insolventes morales de ayer hemos pasado a los insolventes económicos de hoy. "Los insolventes aumentan un 16 por ciento en el segundo trimestre" respecto al de 2010, podíamos leer en la prensa de ayer, según fuentes del INE. Crecen los concursos de acreedores (antiguas suspensiones de pago) y las insolvencias.
Los insolventes del ayer lo fueren por activa, media y pasiva. Nada hubieren para ser declarados como tales y ningún mal hicieren para ser considerados de esa guisa.
Los insolventes eran aún morales; económicos, hoy; coyunturales, o a tiempo parcial, como ciertos contratos de trabajo que hoy se ofrecen por misericordia y para rebajar las cifras del desempleo.
Los insolventes morales no eran favorecidos de la vida porque nada hubieren. Lo fue entonces la mayoría. El insolvente era quien se superponía a otros considerado superior y solvente económica, cultural y socialmente; quien hubiere alcanzado la solvencia no por los méritos que otros se atribuyeren para sí en exclusiva, sino por señalamiento, no por elección; por ideología, no por trabajo; por solvencia quizás económica, no moral, que se le supusiere.
La crisis y los mercados han procreado hoy a los insolventes de verdad, los económicamente débiles que se ven arrastrados por sus turbulencias a los concursos de acredores, las insolvencias y las quiebras. Los rosa de los vientos de los gestores de los fondos de inversión condicionan hoy nuestros activos y vidas. Todos somos ya insolventes en potencia "sensu strictu". Ayer ricos, aunque "insolventes" moralmente; hoy, insolventes económicos o coyunturales. Todos, excepción hecha de la clase privilegiada, que antes prefiere el fin de los insolventes, aunque se hundiere con ellos el barco de la solvencia nacional.
Cuando el Rey insta a "tirar del barco adelante" y a "hacer política con mayúsculas", la oposición nacional solo ve un camino de salida: un cambio de rumbo y un mayor adelanto electoral del previsto, como si si ellos pudieren solventar por sí solos la insolvencia a la que nos condujeren unos y otros, solventes de bolsillo, pero insolventes morales, como ellos trataron anteayer a los insolventes de solemnidad. "¡Es un insolvente!..." ¿No lo seremos todos al final por los excesos de unos y los defectos de otros?
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