Hay en España una
minoría política que vive a costa de la mayoría social. La minoría que habla a
diario y la mayoría silente, vapuleada, saqueada, desahuciada, expropiada en
derechos y libertades vigentes hasta hace bien poco; fugitiva de una realidad
que no es la que pretende hacernos creer la casta minoritaria, a quien
entregamos la aspiración de lograr la felicidad para lo que fueron hechas la
Constitución y las leyes, excepciones únicas a la regla.
El ejercicio de la política se ha transmutado en una
profesión que no sirve los intereses de la delegación del poder soberano del
pueblo. El pueblo pasa ya de la política, harto de los actores que la
protagonizan. Convivimos en una encrucijada de cuatro caminos, sin saber cuál
de ellos tomar. Y alguno hemos de tomar. Nunca la de aquella cita que la
definiere como "el arte de obtener dinero de los ricos y el voto de los
pobres con el pretexto de proteger a los unos de los otros". Más bien
aquella otra que avisare: "Si no haces política, alguien lo hará por
ti." Y hay muchos pastores a la espera de cuidar de un rebaño, al que
esquilmar para su provecho. Mal está el ejemplo de los 1.900 imputados y 170
condenados en más de 130 causas, la mayoría libres, bien por una pena impuesta
inferior para su ingreso, o porque fueron inhabilitados o multados, o porque
tienen aún causas pendientes. La corrupción, el fraude fiscal, la contratación
irregular..., cabalgan sin cesar.
La Justicia se
eterniza porque cada día aparecen nuevos casos e implicados. Nadie está a
salvo. La percepción de los ciudadanos se torna ahora no solo contra la clase
política, sino contra los partidos, los sindicatos y las instituciones que
parecen alargar los procesos judiciales --tapando las vergüenzas de muchos de
los suyos, sin colaborar con la justicia, destruyendo pruebas...-- que guía
aquella hacia una deriva peligrosa: la desafección hacia todo y todos, la
desesperanza, la pérdida de la fe en el presente y en el futuro..., y a
abrazarnos a gente que desconocemos, que se presentan como redentores de la
patria.
Los emergentes que aglutinan el descontento, abren sus
filas a quienes desean una patria mejor: la que predica la Constitución, la de
las libertades, los derechos y la igualdad; pero cuando aparecen los salvadores
de la patria, casi siempre ha habido que cavar trincheras para defenderla. El
resultado ha sido un rastro de sangre, sudor y lágrimas peor que el de antes.
La instituciones las aprobamos los ciudadanos; la
delegación del poder la otorgamos. La política es el arte de lo posible.
Renunciar a ella y a las instituciones es tanto como renegar de la Constitución
y el ordenamiento jurídico, pese a los corruptos y ladrones que envilecen el
noble arte de la política. No seamos como ellos ni nos miremos en su espejo.
Los clamores de España no deben ser lágrimas eternas por enjugar, ni nuestra fe
y esperanza en ella y en las instituciones y en la política, flor de un día ni
tampoco estiércol para una rosa.
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