Recuerdo el día que, en la desescalada, el Gobierno
autorizó la salida de los niños de paseo, acompañados por alguno de sus
progenitores. Hacía tiempo, desde mediados de marzo, que no les veíamos.
Cerrados los colegios, les echábamos de menos por las mañanas y a primeras
horas de la tarde, ir a su cole y volver. Estaba como siempre en su balcón. De
pronto, oyó cómo unos niños preguntaban a su madre, bajo su acera, cosas que
hacía tiempo que no vieren.
--Mamá: ¿por qué no hay nadie en la calle?
--Mami: ¿dónde está la gente…?
La
gente estaba recluida en sus casas, sin salir ni siquiera de paseo.
Preguntádselo al Gobierno y a los sanitarios, que mejor que no los veáis. Solo
los afortunados y las mujeres sacaban a sus mascotas de paseo mañana y tarde;
pero los niños habían desaparecido del mapa. La soledad era dueña del ambiente
en la ciudad confinada y, sin los niños, muerta. La muchacha del balcón pasaba
muchas horas asomada a él, como si quisiere sentirse arropada en su soledad. De
pronto, al oír a los niños, rompió a aplaudirles ante el asombro de su madre y
de ellos mismos. Me atrajo ese arranque de voluntad por la vida, esa punta de
alegría por la tierna vida que no veíamos hacía tiempo. Quizá la muchacha del
balcón no fuere madre para sentir lo que manifestare desde sus adentros.
Un
día, nuestra vecina de enfrente tornaba a saludarnos una y mil veces, como si
nos reconociere, como cada tarde. No sabíamos si su saludo fuere para nosotros.
Le respondimos con la mirada, mientras seguíamos con el aplauso. Todas las
tardes que siguieren a aquella tornábamos nuestra mirada al balcón. Nunca más
volvió a mirarnos, quizá por el desaire de no responderle a su saludo.
Creíamos
que viviría sola. Sentiría su soledad, la pesadumbre del encierro. Por ello,
estaba asomada tantas horas en su balcón. Cuando concluyó el confinamiento,
miramos de nuevo a él. Una ventana permanecía abierta; pero, por la noche, no
se veía luz alguna. La muchacha de nuestro balcón de enfrente, a la derecha,
había desaparecido. El resto de la primavera, el verano, el otoño y lo que
llevamos de invierno, (pronto hará un año) no ha vuelto a aparecer. Quizá se
haya ido al pueblo, a una casa de campo, a otro lugar en el que respirar más y
poder pasear sin que nadie se lo impida ni la moleste; a lo mejor para hablar
con alguien y dar rienda suelta a sus sentimientos…, para vivir en libertad
como las aves no sujetas a confinamiento, como el niño ni el perrito que no
hubiere para sacarlos de paseo.
Ahora,
casi confinados, echo de menos la alegría de aquella muchacha que no he vuelto a
ver en su balcón. No ha retornado a tener vida sin ella, como tantos comercios
y bares cerrados, desaparecidos, con la puerta echada… No me acostumbro sin ver
su figura ni su mirada y la de tantos como se nos fueren. Los aplausos se han
apagado; pero quizá no se hubiere apagado su libertad, su sonrisa, el
reconocimiento para quien la recibiere. ¿Dónde, en qué otro balcón, estuviere
hoy asomada, cuando, pasada la primera ola, nos encontramos ya en la tercera y
ella sin volver a asomarse para ver la luz que un día viere, como los niños que
pasearen bajo su casa? No quisiere pensar que se haya bajado de su balcón, sino
que se marchare a otro confín de la tierra, aun con mascarilla, donde las
paredes de su casa no la asfixiaren, aunque hubiere un balcón para ver su
pequeño mundo, solitario, vacío, sin niños, sin otra vida a la que asirse más
que la propia…, en la cárcel de su propia casa, sin ni siquiera infantes o
animales de los que ocuparse y con los que jugar…, todo el día oyendo hablar de
lo mismo, sin que ella lo padeciere, aunque sufriere, al recordar a tantas víctimas sin nombre, pero
con familiares que no les olvidaren.
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