Hay otras peores soledades que la carencia voluntaria, o involuntaria, de compañía; o la del pesar y melancolía por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o algo. La primera, la del soltero (del latín solitariu, que no tiene compañía habitual) puede ser reemplazada por múltiples quehaceres, aunque haya instantes para la melancolía y la soledad de quien no puede compartir su propia soledad. La segunda la va borrando el viento que esparce las pavesas del olvido de la muerte o la lejanía de quien un día amamos.
Pero, ¡ay de la soledad del alma y del corazón humanos!, sin su otro “yo” ansiado, añorado, visto, tocado, amado, física y moralmente! No hay peor soledad que la de quien se siente solo, o sola, sin alivio para su soledad. Mata la soledad de amor, la ausencia del amor perdido, la del no correspondido, la de éste sin que lo mereciere; el desunido amor que dejare huérfanos de amor a los frutos de ese amor, utilizados como moneda de cambio a su costa, sin otro mérito que el de haber nacido hijos de un amor roto… “Amores se van marchando/como las olas del mar./ Amores lo tienen todos,/pero quién los sabe cuidar…”, cantaba en una de sus mejores canciones la desaparecida Mari Trini.
Y, tras el desamor, la soledad. ¿Hubiere peor soledad que la de la mujer maltratada, que lo consiente por amor, aun a riesgo de su propia vida?, como si el amor fuere una propiedad singular y no compartida entre dos: en la justificación del maltratador que asume sus actos como si el objeto de su amor fuere una propiedad particular y no una dádiva del corazón; o en el de la amante que los justificare por amor sin que el amado fuese tributario de él, sino asesino de su propio amor y de los que con él compartiere… Es también la soledad la danza que se baila con ella, aunque a veces termine en la soledad de la vida, soledad de soledades del amor vivificante, que es ternura, veneración, afecto, pasión, deseo, atracción, mimo, celo, primor…
Indefinible la soledad del parado, condenado a otra peor soledad: la de quien se siente indefenso ante la vida, sin recursos para vivir, aunque hubiere recursos intelectuales y físicos bastantes para ello; sufridor de la vergüenza social de serlo por otros muchos que ni la vieren ni la sintieren; sin otra expectativa de vida, aunque la buscare, que la soledad que le otorga una condición que no mereciere, ante la pasividad de quienes, pudiendo hacer algo por remediarlo, nada hacen o miran para otro lado, utilizándolo como un número más en la contabilidad del paro, o de ganancias indebidas a su costa, ignorantes de su soledad; como indescifrable son los sentimientos de los jóvenes formados y sin futuro; de los despedidos sin causa y, ya, sin ayudas; de los afligidos y dependientes sin mano que les alivie; de los solitarios por voluntad que echan de menos la ternura ajena; de los sin fe ni esperanza, porque de ellos nunca será la tierra.
Pudiere ser sinónima la soledad del desamor, del odio, de la depresión o del descuido. “Soledad/es criatura primorosa/que no sabe que es hermosa/ni sabe de amor y engaños/ ay, mi Soledad”, en la canción de Emilio José. “Oh, Soledad, dime si algún día habrá/entre tú y el amor buena amistad./ Vuelve conmigo a dibujar las olas del mar,/dame tu mano una vez más”, que cantara La Oreja de Van Gogh… Canciones de soledad que tornan a nuestros oídos cuando la tristeza es la muerte lenta, o repentina, inesperada, de lo mucho que teníamos.
Soledad tras la muerte de Juana Izquierdo Regodón y Calixto Nevado, que dieron su larga vida por sus hijos y los hijos que alimentaren a sus hijos. No pasarán a la historia sino a la íntima de quienes les conocieron y amaron, a pesar de la grandeza de su amor, que les llevó de aquí para allá, en pos de los suyos, de pueblo en pueblo, de la costa al interior, del campo a la lonja, devorando su tiempo por los otros, y dejándonos la soledad del abatimiento, soledad de soledades en un tiempo todo soledad, como “amores (que) se vuelven viejos/antes de empezar a amar…!”
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