Cuando éramos pequeños nos contaban la fábula del pastor y el lobo para enseñarnos que a un mentiroso no solo se le coge antes que a un cojo, sino que nadie le cree incluso cuando diga verdad alguna.
Cuando éramos pequeños, nuestros pastores espirituales nos asustaban con la condena al infierno eterno si no éramos buenos chicos y cumplíamos los diez mandamientos de la ley de Dios y los cinco de la Iglesia que, por lo general, en la adolescencia se reducían a uno solo: el pecado de la carne, y no precisamente comerla en viernes de guardar, en que hubiere de pagarse bula para librarse de comer lo que solamente hubiere en los pueblos. Carne y no pescado. Infierno y no cielo para los pecadores; las calderas de Pedro Botero, eternamente ardiendo sin consumirse un día, como la zarza de Moisés.
Generaciones de jóvenes crecieron con el miedo al lobo y, sobre todo, al infierno. La condena eterna pendía sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles lista para degollarnos. Décadas después, quienes perdonaban los pecados, han resultado ser los pecadores contra la carne, y los asustados inocentes, víctimas de sus actos, que no prédicas ejemplares.
Algunos predicadores modernos de estos días, que dicen tener en sus manos la solución a todos los problemas del mundo mundial y la absolución sin bulas ni penitencia, aprovechan sus mítines para predicar lo que no debieren: el miedo al contagio, como si quisieran extrapolar a su amado país, que es de todos, las enfermedades de otros de la UE por contacto con el germen o virus que lo produjo. Es decir, desean lo peor para España cuando se presentan como salvadores de la patria, como si desearen transmitirnos la enfermedad de otros; sentimientos, actitudes y simpatías que en modo alguno pueden compartir ni desear, porque también son parte de la familia política.
Cuando éramos pequeños, nuestros pastores espirituales nos asustaban con la condena al infierno eterno si no éramos buenos chicos y cumplíamos los diez mandamientos de la ley de Dios y los cinco de la Iglesia que, por lo general, en la adolescencia se reducían a uno solo: el pecado de la carne, y no precisamente comerla en viernes de guardar, en que hubiere de pagarse bula para librarse de comer lo que solamente hubiere en los pueblos. Carne y no pescado. Infierno y no cielo para los pecadores; las calderas de Pedro Botero, eternamente ardiendo sin consumirse un día, como la zarza de Moisés.
Generaciones de jóvenes crecieron con el miedo al lobo y, sobre todo, al infierno. La condena eterna pendía sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles lista para degollarnos. Décadas después, quienes perdonaban los pecados, han resultado ser los pecadores contra la carne, y los asustados inocentes, víctimas de sus actos, que no prédicas ejemplares.
Algunos predicadores modernos de estos días, que dicen tener en sus manos la solución a todos los problemas del mundo mundial y la absolución sin bulas ni penitencia, aprovechan sus mítines para predicar lo que no debieren: el miedo al contagio, como si quisieran extrapolar a su amado país, que es de todos, las enfermedades de otros de la UE por contacto con el germen o virus que lo produjo. Es decir, desean lo peor para España cuando se presentan como salvadores de la patria, como si desearen transmitirnos la enfermedad de otros; sentimientos, actitudes y simpatías que en modo alguno pueden compartir ni desear, porque también son parte de la familia política.
Lo que sí pretenden es transmitir el miedo al contagio que nadie desea ni prevé, por un puñado de votos. ¡Qué viene el lobo!, para que nos dejemos comer por ellos todas nuestras ovejas cuando llegue de verdad. El miedo al contagio, el voto por el miedo, para que revierta a ellos, aunque al mentiroso no le crea nadie, al fin, ni cuando dijere verdad, si la hubiere, cuando la única ahora es el futuro de los municipios y las comunidades que conforman España, nuestro querido país, no parece que el suyo por el mal que le desearen. Que no sea con ellos el contagio. Porque en nosotros no cabe el miedo, menos aún cuando está en juego el futuro de la patria común, a la que algunos tanto dicen amar.
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