Día 1 de noviembre, y
Granadilla es el reencuentro con la tierra y los muertos: los exhumados y
vueltos a enterrar lejos de las aguas, y los que quedaron bajo ellas para
siempre. En 2015 se cumplirá medio siglo de su desaparición, cincuenta años de
su abandono, que no dejare de ser habitado.
Cuarenta y siete años después de que abandonare por
decreto el pueblo, he ayudado, muy recientemente, a Faustino Calderón, autor de
un blog sobre “Pueblos deshabitados” (http://lospueblosdeshabitados.blogspot.com.es) a redactar el informe sobre los últimos
años de la vida en la villa desaparecida, nunca olvidada. Distingue el autor en
su entradilla entre pueblos deshabitados y abandonados. “Todos los pueblos
abandonados están deshabitados, pero no todos los pueblos deshabitados están
abandonados”, afirma.
Granadilla se disolvió como municipio por Decreto 1347,
de 29 de mayo de 1965 (BOE número 128, de 29 de mayo, pág. 7741), firmado por
el Jefe del Estado, Francisco Franco, y el ministro de la Gobernación, Camilo
Alonso Vega. El 31 de julio del mismo año, el secretario accidental, Felipe
Jiménez Jiménez, firma a las 12.00 de la mañana, la última acta municipal, que clausura la
actividad política del consistorio. Han
pasado ya 47 años; medio siglo en 2015. Concluía así el destierro de las tres
culturas que habitaren la villa: los árabes, sus fundadores, por la
Reconquista; los judíos, por su fe; los cristianos, por el desarrollismo
franquista. Estaba escrito: condenada a desaparecer desde su fundación.
Granadilla estuvo abandonada y deshabitada desde 1965
hasta 1984, en que se inicia el Programa Interministerial de Reconstrucción de
Pueblos Abandonados. Es hoy un municipio desaparecido, no abandonado. No existe
su nombre en el registro ministerial competente; pero sí en los archivos, en
los libros, en los legajos, en los libros de familia, en los carnés de
identidad y, sobre todo, en la memoria, que no olvida a pesar del tiempo
transcurrido. Tampoco existe en la memoria de los nombres de los pueblos de
España en los ordenadores de la Administración. En cierta ocasión, a punto
estuvo una funcionaria estatal de ponerme en un documento oficial el nombre de
Granadilla de Abona (provincia de Tenerife) como mi lugar de nacimiento. Hube
de sacarla de su error y advertirle que no encontraría el nombre de mi pueblo porque
desapareció como municipio en 1965. Le mostré mi DNI para que lo verificara.
“¿Y por qué desapareció?”, se atrevió a preguntarme. “Fuimos expropiados por un
embalse y tuvimos que buscar otra tierra en la que vivir. Por toda España y
hasta en el extranjero.” Como los vecinos de Talavera la Vieja (Talaverilla),
cuyo poblado inundaron las aguas del embalse de Valdecañas en 1963 y desterró
también a los talaverinos o augustobricenses, a quienes Víctor Manuel Pizarro se
refiere en su blog (http://ciudad-dormida.blogspot.com.es/2009/06/talavera-de-la-vieja-el-pueblo.html) a la última mirada a “la ciudad dormida”
en el abandono definitivo. Talaverilla fue, sí, un pueblo deshabitado,
abandonado, cubierto por las aguas, al contrario de Granadilla, que sobrevive
en península, aun sus puentes de acceso a Zarza y Mohedas de Granadilla
cubiertos bajo las aguas. Los dos únicos pueblos de la provincia de Cáceres
desaparecidos.
Celedonio Hernández Sánchez, “El Molinero”, eligió
Madrid para irse a vivir con su familia: Teófila López Carrero, su mujer;
Miguel, el único varón, fallecido hace tres años, y sus tres hijas: Ceci, Gumi
y Charito. Sería quizás el 1 de noviembre del 95 la última vez que lo viere
subir por la calle Mayor hasta la plaza. El padrino me abrazó y besaba mi cara
y manos, tal fuere la alegría del reencuentro al verme por última vez. La
madrina Teófila está próxima a cumplir el siglo de vida. En Granadilla pasare
media vida, dio a luz a sus hijos, los crió y casare a los mayores en el pueblo
y a Charito ya en Madrid, donde se marchó para nunca más volver a la tierra que
la viere nacer. Antes, también hubiere tiempo para ayudar al padrino en sus dos
molinos de aceite sobre el río Alagón y el arroyo Aldovara (de ahí el alias de “El
Molinero”, o el “tío Molina”) y llevarme a la iglesia para recibir las aguas
bautismales.
Los chicos del pueblo conocieren lo rumboso y
espléndido que fuere el padrino y siguieron a la comitiva, tras el rito
sacramental, para recibir desde el balcón las monedas que, según costumbre,
lanzaban los padres y padrinos. Charito, la hija menor del padrino, tenía
entonces diez años. Estrenó un vestido confeccionado por la madrina que, en el
alboroto de la celebración en el café-bar “Angelito”, nuestra casa, se manchare
de chocolate. Siempre me recordare la anécdota de una vida en negro por el
acoso al que fuimos sometidos por las autoridades del régimen para que
abandonásemos el pueblo; pero también de recuerdos emotivos: como los reencuentros
con sus hermanas en la plaza cuando volvían al pueblo de vacaciones; cuando el
padrino me daba a probar el primer aceite de cosecha sobre una rebanada de pan
recién hecho en la tahona de la tía Eustaquia; la pesca con redes en los
recovecos del embalse creciente; nuestros viajes a lomos de mi burrito
“Platero” hasta algún pueblo de la Trasierra (Segura de Toro, quizá) para hacer
algún pequeño negocio. Gustare el padrino de llevarme con él a su casa, ya en
Granadilla o en el Poblado de Gabriel y Galán, cuando durante unos años trabajó
en la construcción de la presa. Le miraba extasiado cuando las hijas le
peinaban y acicalaban su porte de obrero que nunca perdiere su señorial dignidad ante nadie.
Retornamos al pueblo más para recordar a los vivos que
a los difuntos. Hemos dejado en el camino a muchos más que los que allí
descansaren. De ahí que el recuerdo sea para los vivos más que para los pocos
difuntos que yacen en el nuevo cementerio. Al traspasar la Puerta de la Villa,
oiremos las campanas con que “El Capi” llama a la misa de difuntos. Lo mismo
que nosotros las repicábamos en honor de los difuntos siendo monaguillos, al
finalizar la noche del 1 de noviembre, víspera de Difuntos. Recordamos a los
fallecidos en el último año; a los vivos, cincuenta años en el pueblo al que
jamás volvieren y otros cincuenta lejos, como a la madrina, al pasar frente a
su casa, camino del templo, camino ella de los cien años en Madrid, cuando dos
generaciones más no nacidas en Granadilla retornan a la villa perdida para
recordarla, o conocerla, al filo del medio siglo de su desaparición. Cuando la
paz perdida del pueblo se ofrece como prenda espiritual en la misa, recordando
a los difuntos y a los vivos… De
retorno a casa, admiraremos los minaretes de la catedral de Plasencia, que su
titular, el obispo Amadeo, nos ofreciere como nuestro segundo templo nunca
perdido y siempre hallado, la Asunción presidiendo un patronazgo y filiación
comunes: en Granadilla por patrona y en Plasencia como ciudad adoptiva.