Se va la luz y casi
perdemos la esperanza de que vuelva. No vemos posible que se presente lo que
deseamos. La luz eléctrica formare parte de nuestra cotidianeidad. No nos
hacemos sin luz; tampoco podemos vivir sin luz. Las fábricas, los negocios,
necesitan la luz para caminar. Sin luz, no hay espacios calientes, ni comidas
que poder calentar, ni alimentos que se mantengan congelados o fríos. Sin luz,
no se nos presenta como posible lo que deseamos. Hemos perdido ya las luces de
otros tiempos en la ciudad, mientras en los pueblos permanecen: el candil de
aceite, los faroles para ir iluminando la calle, o el petromax… que antes
iluminaren nuestras estancias. Los labriegos, los hombres de campo, aprovechan
el día para trabajar sus predios con la luz solar; la noche es para dormir. No
hay tiempo para la televisión en el pueblo, como casi nunca lo hubiere.
Desengañado, desesperanzado, el pueblo vive a la luz del día; acaso por la
noche, unos leños bajo la chimenea, sirvan de cobijo al frío y a la
conversación pausada, rica en matices, transmisora de saberes, de padres a
hijos, de viejos a jóvenes. Apenas, el crepitar de la luz arrulla el silencio
de la aldea, donde la otra luz no brillare en la noche ni por Navidad. Atesoran
los campesinos sus productos de huerta y de matanza, sus animales para leche y
carne; también su luz que nunca faltare. Por las mañanas, unas migas en el
caldero y café de puchero; por las noches, sopas de tomate y poleo, como los
pastores en Nochebuena. No da más de sí el pueblo, aunque la luz se vaya,
porque ya fuere ida la luz que lo iluminare: su juventud. Todos los días
amanece, que no es poco, y la luz solar fuere la esperanza en la desesperanza
de los sin luz en la ciudad. La luz de día fuere la esperanza de un nuevo día
en la desesperanza de los días. El pueblo atesora lo que la ciudad desecha. No
hemos atesorado lo suficiente la luz solar como para mantenernos sin la
eléctrica. Y, así, ida esta, nos perdemos sin saber qué hacer hasta su retorno.
Frente a la desesperanza, la esperanza; la esperanza de
día, la esperanza de noche. Frente a la oscuridad de los sin luz, la luz de la
clarividencia, de quienes ven como posible sus propios deseos, porque antes
atesoraron la luz que otros perdieron. Semeja la desesperanza de los
desesperanzados la parábola de las diez vírgenes (Mt. 25, 1-13), cinco necias y
cinco prudentes, que salieron al encuentro del novio. Las necias no se
proveyeron de aceite al tomar sus lámparas; las prudentes, en cambio, llenaron
de aceite sus alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se
durmieron. A media noche, se oyó un grito: ¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su
encuentro! Y las necias dijeron a las prudentes: dadnos de vuestro aceite, que
nuestras lámparas se apagan. Las prudentes replicaron: no, no sea que no
alcance para nosotras; es mejor que vayáis por donde los vendedores y os lo
compréis. Mientras iban a comprarlo, llegó el novio y las que estaban
preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más
tarde llegaron las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor, señor, ábrenos! Pero él
respondió: en verdad os digo que no os conozco. Velad, pues, porque no sabéis ni
el día ni la hora…
Como de la luz que derrochamos, sin atesorar, para cuando falte; como el
decrecimiento de la esperanza, perdida la fe en los malvados hombres que nos
regalan cada día desesperanza, en lugar de la luz de vida que les fuere dada.
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