Jesucristo resume en el
amor el cumplimiento de la ley: "No
debáis nada a nadie, sino el amaros unos a otros; porque el que ama a su
prójimo, ha cumplido la ley. Porque esto: no cometerás adulterio, no matarás,
no hurtarás, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en estas palabras se
resume: amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo.
Por tanto, el amor es el cumplimiento de la ley." (Romanos, 13, 8-10).
En el Sermón de la Montaña, Cristo fija nítidamente lo
que es, y debe ser, el cumplimiento de la ley: "No penséis que he venido a
abolir la ley o los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles su
plenitud. En verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, no
pasará de la ley ni la más pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla. Así,
el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y
enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño en el Reino de los cielos.
Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y
fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos."(Mt. 5:17).
Los escribas y fariseos hacían una interpretación
formalista y egoísta de la ley. Jesús se enfrenta a ella y les hace ver que:
las normas dadas por los legalistas, no son ley de Dios, sino inventadas para
su utilidad y provecho (Mt. 15, 5-6); el hombre no está hecho para la ley, sino
la ley para el hombre (Mc, 2, 23-28); no basta el cumplimiento exterior de la
ley, sino que es necesaria la conversión del corazón (Mt. 15, 2); el
cumplimiento de la ley no debe conducir a una actitud de suficiencia ante Dios
ni de desprecio ante quienes no la conocen ni cumplen (Lc. 18, 9-14), sino al
amor a Dios y al prójimo.
Aunque la mayoría de los pueblos que formaban parte del
Imperio Romano tenían sus propias leyes, a principios del siglo I el Derecho
Romano se había impuesto en casi toda la cuenca mediterránea. La ocupación
imperial había desarrollado un corpus legislativo
aplicable tanto a los ciudadanos romanos como al resto de la población. El
pueblo de Israel, aunque sometido al Imperio, disfrutaba también de una ley
propia: la ley de Moisés, un ideario ético por el que Dios invita a su pueblo a
seguir sus instrucciones. Colisionan las dos leyes en tiempos de la vida
pública de Jesús: en cierta ocasión, Jesucristo eludió la trampa saducea que le
tendían los fariseos y los seguidores de Herodes, cuando le preguntaron si era
lícito que los judíos pagaren el tributo a las autoridades romanas. Él pidió un
denario y preguntó quién era la figura representada en la moneda, y le
respondieron que César. Entonces, les dijo: "Dad, pues, a César lo que es
del César y a Dios lo que es de Dios." El gobernador romano Poncio Pilato
se vio obligado a decirle a la turba exaltada que pedía su crucifixión: "No
encuentro delito en este hombre... Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra
ley. Y para quedarse tranquilo, se lava las manos mientras dice: Soy inocente
de esta sangre; vosotros veréis." (Mt. 27-24).
La vieja aspiración histórica a establecer un
"gobierno de leyes" dio lugar en la cultura jurídica europea al ideal
del imperio de la ley, piedra angular en la que se sustenta la legitimidad de
nuestros ordenamientos jurídicos vigentes, herederos de las máximas romanas Dura lex, sed lex (dura es la ley, pero
es la ley) o Fiat iustitia, et pereat
mundus. (Hágase justicia aunque perezca el mundo) que Hegel retrucó en su
conocido: Fiat iustitia ne pereat mundus
(Hágase justicia para que no perezca el mundo).
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