Antonio
Díaz-Cañabate (Madrid, 1897-1990) fue periodista,
escritor y crítico taurino (en ABC, desde 1958 hasta 1972, hora de su
retirada). Cronista oficial de la villa y corte desde 1966, tuvo dos amores:
Madrid y la tauromaquia, a la que canta con nostalgia en "Historia de una taberna" (1944). En
1950 publica "La fábula de Domingo
Ortega" [1],
el torero castellano con el que recorre toda España. Ortega nació en Borox,
Toledo, en 1906, y falleció en Madrid en 1988. En el mes de mayo de finales de
los 40, el torero viene a Cáceres para participar en una corrida de su feria. Díaz-Cañabate dice en su último
capítulo que empezó el libro en 1943 y lo terminó el 19 de agosto de 1949.
Quizás ese mismo año o el anterior --pues le quedaban cinco capítulos más para
concluirlo-- escribe en esta obra el capítulo "Una noche en Cáceres".
El cronista hace un alto en su fábula,
y aprovecha que el maestro duerme en la habitación del hotel Álvarez para
descubrir "Cáceres a la luz de las estrellas". Pasea el cronista
durante toda la noche por la ciudad antigua. La vive, la siente, la palpa, se
enamora de su embrujo. "Cáceres es una ciudad maravillosa. Su parte
antigua, conservada casi intacta, está en lo alto, dominando el moderno caserío,
y aún subsiste bastante parte de las murallas romana y árabe", escribe. Le
llama la atención el "Torreón de Bujaco". "Nos anonada más que
su fábrica, su robustez. Embutido entre modernas construcciones, es como un
gigante que nos saliera al paso y nos hablara en latín. Así, este Torreón de
Bujaco se nos aparece, no con aire fantasmal. Quizá sea el vino que bebimos con
Juanillo el que transforma las piedras en contornos de matrona que ampara en su
regazo la feria de Cáceres, que acoge mi pobre personilla, huérfana de lecho, y
le da ánimos para la noche en vela... El caso es que emprendo con buen talante
la ascensión de la escalinata que, muy próxima a él, conduce al Arco de la
Estrella, practicado en la antigua muralla. Trasponer un arco de prisa, como se anda por la Carrera de San
Jerónimo, es grave pecado. Hay que cruzarlo con paso lento y continente
ceremonioso, oyendo interiormente música de atabales y añafiles, ecos de
trompas. Hay que sentirse conquistador de algo, aunque no sea más que de la
noche cacereña, o señor de las cigüeñas que allá, en lo alto de sus nidos,
redoblan sus castañeteos en nuestro honor."
Ya está el cronista en la ciudad antigua. ¿Cómo la ve,
cómo la siente y la describe? Entra en la plaza de Santa María a las tres y
media de la madrugada; enciende un cigarro porque "sin cigarros puros, las
ferias se empequeñecen". Reposa en un banco, "que hasta las cinco y
media de la tarde que empiezan los toros hay tiempo". Da lumbre a un beodo
que va dando traspiés. Se levanta y se pierde por otra callejuela "entre
palacios, iglesias y casucas". Camina sin prisa y al azar. Se siente
trasladado a otra época. "Es curioso este afán que a muchos hombres domina
por haber vivido en otras edades." Se conformaría -dice- "con haber
sido gran señor en Cáceres en el siglo XVI y con que este palacio de los
Golfines hubiera sido mío..." Continúa su paseo entre añoranzas de los
magnates de aquellos tiempos: "los Blázquez, Ovando, Ulloa, Carvajal.
Saavedra... estirpes extremeñas ilustres, dueñas de estos palacios que tan
tristes se presentan a mis ojos soñolientos... Y cansado de pisar guijarros
puntiagudos, de subir y bajar callejones en cuesta, retorno otra vez a la Plaza
Mayor". El cronista se refugia en los soportales al husmeo del reposo de
una churrería "o algo parecido que me dé cobijo y aliento". Pregunta
a una pareja de guardias que pasea por si hubiere algo abierto durante esas
horas. Le responden que hay un café que no cierra en las noches de feria, allá,
"en un paseo cuyo nombre olvidé". Lo describe como un café moderno,
"de falso lujo pretencioso", "en donde están tumbados, dormitando
en posturas inverosímiles, feriantes sin hogar. Algunos roncan como benditos.
Me tomo un tazón de algo parecido al café con leche". Escucha que, dentro
de media hora, llegará el tren de Madrid, en el que vendrá la cuadrilla de Ortega. Piensa: quizás el mozo de
espadas le proporcione cama para dormir unas horas, porque aún quedan más de
doce para que suene el clarín en la Era de los Mártires. Y se dirige a ella
(antes en la barriada de Moctezuma) algo reconfortado, no tanto por el brebaje
cafetero, sino por dos copas de anís seco, "que es el gran estimulante de
los amaneceres". Del Cáceres
secular ha saltado al tumulto pequeñito, pero tumulto, al fin, del ferrocarril.
"Ante la cantina se agolpan los que pretenden matar el gusanillo ese de la
mala leche o del madrugón." Llegan los subalternos de Ortega, capitaneados por Jesús.
--Pero, don Antonio,
qué hace usted a estas horas en la estación?-- le interpela este.
--Pues nada, tomando el fresco y de paso, unas copas de
anís.
--Como si lo viera
--me dice Blanquito, el buen
banderillero-- que te has metido en juerga y terminas ahora.
--Hombre,
claro, ya sabes tú lo que es Cáceres: Sevilla en miniatura. Si le digo que he
estado paseando entre palacios antiguos desmerezco mucho ante sus ojos...
Acumulado el equipaje en una carretilla, y andando por
falta de medios de locomoción, se dirigen a la Plaza Mayor, donde se encuentra
el alojamiento apalabrado por Jesús.
--No se apure usted, don Antonio: allí tendrá usted la mejor cama", le dice.
Al llegar a la plaza ya están abiertos los cafés. En uno
de los soportales, toman churros y tortas de aceite con el café. Jesús va a ocuparse de las camas.
Vuelve y les dice:
--Mal anda el asunto. Pero me ha prometido el dueño que
dentro de una hora tendrá una cama libre para usted.
Y sobre las ocho de la mañana toma posesión de un lecho,
en una habitación interior, "llena
aún de efluvios, no muy aromáticos, del huésped que la ocupó toda la noche".
Como el sueño le rendía, se acostó con la añoranza de la cama del siglo XVI en
el palacio de los Golfines. Decide levantarse y que le sustituya como pasto de
los chinches otro ciudadano de más dura epidermis. "A la calle de nuevo,
que ya falta menos para las cinco y media."
Díaz-Cañabate
se recoge en otro café. Son las nueve de la mañana. Compra un periódico y lo
lee. Se queda dormido. Se despierta a las once, cuando muchos parroquianos
roncaban. Echa de menos el agua y piensa que lo mejor será ir al hotel Álvarez,
residencia de Domingo, "a ver
si en su lavabo podía chapuzarme la cara".
--¿No has dormido? ¿Qué has hecho? ¿De juerguecita, eh?
--No, señor; no he estado de juerga; he estado de
arqueología, para que te enteres!
Se lava y se afeita. "Esto de afeitarse descansa
mucho. La barba a los moros les sienta muy bien, pero a los cristianos, nada
más que regular... "Sea lo que fuere, es que después de una noche sin
dormir parece que, al rasurarnos los pelitos del rostro, raemos también el
sueño que se queda entre pompas de jabón en la maquinilla". Sale a la
calle como nuevo y recuerda: "Ahora me doy cuenta que este capítulo se
titula Domingo Ortega en el campo y
yo estoy aquí venga a hablar de Cáceres y del insomnio y de otras zarandajas
que en nada se relacionan con el tema..."
[1] Díaz-Cañabate, Antonio: La fábula de Domingo Ortega, prólogo de Luis Calvo, 2ª edición,
Juan Valero editor, Madrid.
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