Ha gritado el silencio de quienes nunca hablan en las calles y plazas. Lenta, suave, gestualmente, se ha extinguido la voz de los sin voz; de quienes, aun teniéndola, no son escuchados. No tenían palabra y la hubieren, pero no hicieren uso de ella, y no fueron oídos ni tenidos en cuenta.
El silencio habla a veces más que las palabras. De nada valen los gritos si no son oídos y respondidos; para nada el silencio que un día termina y no germina en la laxitud de la palabra. El silencio voluntario debiere tener más eco que el silencio impuesto, porque el primero asume la inhibición voluntaria de la palabra, mientras que el segundo la ahoga. Se puede imponer silencio, nos ruegan silencio; pero jamás podrán ahogar la palabra que se rebela ante la injusticia fehaciente, interminable, desesperanzada; ante la palabra convertida en silencio, ante la pregunta jamás respondida por quienes debieren satisfacer el ansia del silencio, el grito de la palabra, reconvertida en hechos, que ahoguen el propio silencio.
El silencio ha sido oído; se ha multiplicado como un eco por el universo mundo. Ese silencio ha dado a luz palabras impresas que son la mutación del propio silencio. Han llegado esos gritos del silencio donde hubieren; pero han sido pisoteados sus papeles, barridas sus palabras para no ensuciar el silencio de quienes no desean responder, porque no hubieren palabras ni armas bastantes para matarlo.
Han levantado los campamentos de la palabra silenciosa, de los gritos del silencio, que no deben ser reconvertidos en gritos de la palabra, porque serían arma y no gesto; amenaza y no aviso; palabras libres o mayores frente a quienes no hubieren más que palabras cuando hubieron palabras de presente, aunque sean hombres y mujeres de torcer las palabras, de traer en palabras, cuando las suyas no fueren pesadas ni picantes, sino preñadas, a media palabra, sin comerse las palabras, en pocas palabras, sin gastar palabras, porque al oprimido diere voz y al opresor, si lo hubiere, comunicación.
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