Compendia la Nochevieja lo dicho todo del año que finaliza: es el punto final del año, el colofón, el remate de un período vital que concluye. Su antónimo, el prólogo, es al día siguiente, sin solución de continuidad, la introducción, el preámbulo de un año nuevo.
Festejamos la Nochevieja para dejar atrás todo lo malo que nos trajo el año que finaliza: la enfermedad, el dolor, las ausencias sentidas, la falta de salud, los contratiempos de la vida toda compendiada en un día, el último, del año. La alegría, aun artificiosa, del final del año, preludia los deseos contrarios que se ofrecen los protagonistas que ven pasar el tiempo, sin advertir ese transcurrir inexorable del paso de los años, que no se suceden en balde. Salud, trabajo y amor, deseos sin los que el tiempo no fuere nada para quien no los hubiere en su tiempo. Sin salud no tenemos tiempo ni lo anhelamos para vivirlo porque no pudiéremos; sin trabajo, ni presente ni futuro; sin amor, la vida truncada a falta de la llama viva que lo alumbrare.
El compositor, pianista y guionista de cine argentino Rodolfo Sciammarella (Buenos Aires, 1902-1973) compuso en 1941 una canción titulada “Salud, dinero y amor”, cantada entre 1930 y 1950, convertida en popular por “Los Stop”, Cristina, Rosita Fornés y, en España, por quien la popularizó, Antonio Machín, revitalizada a partir de 1967 por otro argentino, Palito Ortega.
Decía así la letra:
“Tres cosas hay en la vida:
Salud, dinero y amor.
El que tenga esas tres cosas.
Que le dé gracias a Dios.”
Los médicos nos desean salud porque sin ella no hay vida: es un sinvivir el tiempo que Dios nos concede como un préstamo de vida. Solo lo saben quienes sufren su carencia. “La salud y la platita, que no la tiren; y el que tenga un amor, que lo cuide, que lo cuide”…, como recordaba la canción.
Ni siquiera los refranes, compendio de la sabiduría popular, nos invitan a reflexionar sobre las cosas importantes de la vida. Somos un sueño de lo que ansiamos, pero sin trabajar los deseos. El tiempo nos acota lo que buscamos y no hallamos. Convertimos en rito las supersticiones de Nochevieja para atraer la buena suerte: las uvas al son de las últimas doce campanadas; la pata coja, o la entrada con el pie derecho; el anillo en el cava; la prenda interior roja para acercarse a la suerte del amor; pintarse para alejar los malos espíritus de nuestra mente; bailar alrededor de un árbol; encender velas para que nos acerquen a una fortuna concreta: azul, paz; amarillo, abundancia; rojo, pasión; verde, salud; blanca, claridad… Ventanas abiertas durante toda la noche; prohibido llorar en la última noche del año. Repartir besos para atraer los deseados. Pedir tres deseos y dejarlos junto a la piel para quemarlos el día de Año Nuevo. Una margarita en el cuello si deseas casarte…
¿Qué somos sino un compendio de los que todos desean y no logran ni en un año? El tiempo es un préstamo de vida: si no tenemos salud, no podemos trabajar; si no trabajamos, no vivimos; si no amamos, no nos amarán y nuestra esperanza se esfumará con el transcurrir del tiempo. ¡Ay de aquellos que no cuentan los días, pero los aprovechan todos, como si fuere el último, no del año, sino de la vida…!
Como las doce campanadas que no volverán hasta otro año, distintas y distantes del anterior. El tiempo vuela, se esfuma como la Nochevieja que cierra un paréntesis de vida para abrir una nueva. Año nuevo, savia vieja…, “ni tampoco se echa vino en odres viejos, porque el vino nuevo hace que los odres revienten y tanto el vino como los odres se pierden. Por eso hay que echar el vino en odres nuevos. Y nadie que beba vino añejo, querrá después beber el viejo, porque dirá que el añejo es mejor.” (Lc, 33-39).
Prefacia Azorín su discurso de ingreso en la Academia, “Una hora de España (entre 1560 y 1590)”, en 1924, con estos versos de Calderón: “¡Qué fue síncopa de un año o paréntesis de un siglo!...” La vida como sucesión de instantes. Muere un año y morimos un poco con él, como Juan Martínez de Marcilla, amante de Isabel de Segura, los amantes de Teruel, inmortalizados en la iglesia de san Pedro de la ciudad, en sepulcros de alabastro, por nuestro escultor Juan de Avalos, quien, llegada su hora, tras cinco años sin verla, voló a su encuentro y halló casada a quien le prometió esperarle. “Bésame, que me muero”, le solicitó el amante, a lo que la amada, ya desposada, respondió: “No quiero” y, entonces, él cayó muerto… El tiempo que huye de la vida, un tiempo reposado, detenido, que no pasa, como fray Luis de León, al regresar de las mazmorras de Valladolid a su cátedra en Salamanca cinco años después de ser apresado por la Inquisición: “Dicebamus hesterna die…” (decíamos ayer…), como si el tiempo se hubiere detenido y no hubiere pasado, y continuare su lección ante los discípulos que le escuchaban atónitos…
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