El consejero de Sanidad, que sintetizó las medidas en su
intervención del pasado miércoles ante los medios de comunicación, que entran
en vigor hoy viernes, explicó el porqué de esta prohibición: por la emisión de
aerosoles a través del habla y sin mascarilla que supone en los citados locales
tener encendida la televisión con voz, además de la música ambiente.
El doctor Vergeles
habla alto y claro, al contrario que el doctor Simón al que para oírle, más aún para escucharle, hay que tomar el
mando y subir el tono de voz de la televisión si deseamos enterarnos de lo que
dice. El primero busca entre los folios y sistematiza lo más importante que
todos deben conocer; al segundo no le hacen falta folios; más bien le falta la
voz.
Jamás pudimos sospechar que, entre las medidas anunciadas
por el consejero de Sanidad, se iba a descender al problema de la voz elevada
de la televisión en los bares o de la música ambiente en las terrazas. ¡Tantos
años esperando la medida sin verla…! Al espectador no le basta con ver, sino
que tiene que oír al locutor, y hacer él mismo su papel de intérprete de la
realidad que todos vieren y, por supuesto, cantar los goles, festejarlos como
ellos tan bien saben: brazos en alto, con abrazos, besos y achuchones mil
porque, sin ellos, el gol no lo fuere. ¡Hay que cantarlo para creerlo! No hace
falta que el árbitro lo dé por bueno, o que el VAR lo ratifique, ni que el
locutor lo cante. Es preciso el acompañamiento para creérselo, y pedir otra
copa para festejarlo, despojarse de la mascarilla y asumir el papel de segundos
cronistas para que todo el mundo se entere de lo que sabemos del mundo del
fútbol, que apasiona tanto como enloquece, sin que nada nos fuere en el envite de
los contendientes.
Hace años, en un bar de mi predilección, iba un sábado
por la tarde a ver el partido. A esas horas, se llenaba de parejas que
charlaban distendidamente. El dueño ponía el partido, pero sin voz. Le pregunté
sobre el porqué de la medida y me respondió: vea usted: aquí nadie viene a ver
el fútbol; vienen a hablar y quien desee verlo, que mire. Ver el partido en
esas circunstancias es quedarse a medias porque obligaría a estar mirando la
tele continuamente y cuando a uno le daba por mirar, ya iban 2-0, sin que él se
hubiere enterado. En otros bares, las medidas fueren las contrarias: no solo
ponían el fútbol en la tele, sino con la música enlatada que los jóvenes
camareros se encargaren de poner, ahora a través del ordenador, aun antes de
ponerse el mandil. Interrogados los camareros de antes de los tiempos del
cóvid-19, te decían cosas dispares. Uno te decía que ponía la música “para no
oír conversaciones ajenas” (que usted no debe oír ni escuchar y, menos aún,
contar, porque estaría faltando a su secreto profesional, le respondía). Otro,
en cambio, me dijo que “aquí siempre se pone la música por mandato del amo, a
no ser en los partidos del Madrid o del Barça”, justificando la medida en que
su bar se llenare para ver, y oír, los partidos que disputaren ambos clubes tan
sagrados del orbe patrio.
Este verano, tras el confinamiento, me acerco al
atardecer a un bar próximo para relajarme viendo un partido. Antes de entrar,
oigo una música discotequera que llenaba el ambiente y que obliga a los
clientes a hablar en alta voz para hacerse entender. Pregunto al joven camarero
si el bar era una discoteca, y me lo niega. ¡Ah, es que yo venía para ver el
partido, pero con esta música…! Ni sabía qué partido se televisare ni por qué
cadena fuere. Lo único que sabía era que la música tenía que estar puesta a
tope para crear ambiente y obligar a hablar a la clientela cien veces más alto
que el doctor Simón, peculiar
cronista de la pandemia y de sus avatares diarios desde la primera ola. Habló
con el dueño, quien le invitó a poner el partido con voz y retirar la música.
Conocí otro bar caído en desgracia por poner los partidos sin quitar la música,
que tanto molestare a los espectadores de fútbol. “¡Señorita!, ¿no va a quitar
la música?” “No, no”, respondía aquella así apelada. “Es una orden del dueño”,
por supuesto señorito, como ella. Y aquellos espectadores, caballeros y
presuntos espectadores del clásico entre los clásicos, se marcharon y no
volvieron. Y el bar hubo que cerrar por su mala cabeza e ignorar los gustos de
su clientela.
Hay una cultura de la tele en el bar que no se concibe
sin música aparte que acompañe la voz del cronista, que no oímos, para recrear
el ambiente que nos impide hablar si no lo hacemos en alta voz. Como si no
hubiéramos bastante con los pilotos que circulan por las calles con el escape
suelto de sus motos o con la música en alta voz puesta en sus vehículos, con
las ventanas bajadas, para que todo el mundo oiga lo que no debiere, a más
velocidad de la debida y con más decibelios de los permitidos; pero a esos no
se les multa, como a los anatematizados bares de La Madrila en Cáceres. En fin,
ver para oír, oír para no ver, ni fútbol sin espectadores ni toros que ya no
volvieren a las plazas, para más desgracia de los ganaderos que los criaren
para ser corridos por las calles y toreados en las plazas. Ya no hay fiestas
nacionales ni cualquier símbolo que se le parezca, porque están prohibidos,
como la música en los bares o la tele con voz… ¡Ay, España, cuánto has cambiado
tras la pandemia!, “esta España mía, esta España nuestra. /Dónde están tus
ojos, dónde están tus manos, dónde tu cabeza…”, que cantare Cecilia. Ya llegará la cuarta ola, como
ha pronosticado el doctor Simón, y
entonces os dirán… dónde están vuestros ojos, manos y cabezas…, si tenéis ojos
para ver, oídos para oír y cabezas para pensar…
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