Hay silencios que hablan por sí solos más que las palabras. La palabra revela el silencio de los pensamientos y sentimientos, del vivir cotidiano, de la sufrida experiencia, de las emociones incontenidas, de la experiencia vivida. A veces, una mirada, como la fotografía, vale más que mil palabras. En ocasiones, el silencio lo dice todo sin hablar nada.
Uno es esclavo de sus palabras, pero prisionero de sus silencios. No basta la palabra en ocasiones para reflejar los sentimientos. Nada se dice una pareja de enamorados; un padre con sus hijos, aun infantes o adultos; pero todo se lo dicen con la mirada, el gesto tierno de una sonrisa, las manos entrelazadas, la caricia vehiculadora del cariño; los ojos de reproche...
Cuando todas las palabras están dichas, qué queda sino el silencio que, tal un sueño de noche, nos descubre lo que quisimos decir y nunca dijimos. Como en el amor, hay silencios que matan y otros que las matan callando. Por amor, no denuncia la mujer a su maltratador, y no hay peor silencio que el que otorga sin hablar; el que silencia la pena y no trasciende en palabras ni en condenas que castiguen, más que la ofensa de palabra, la vida arrebatada por amor; el silencio que mata, que resta para siempre la palabra, a quien le dio su palabra, promesa y lealtad de amor.
Podría ser leal la palabra si no hubiere silencios que otorgaren lo que se dijo y no se cumplió; lo que no se dijo, pero fue voluntad de ser. El peor silencio parte también de quienes arrojan la piedra y se guardan la mano; quienes se exculpan para inculpar a otros de lo que hicieron mal o dejaron de hacer bien. Es el silencio que se ve en los ojos de quienes, no haciendo su propia cama, se la hacen cada día a sus propios compañeros o presuntos amigos; de aquellos que, aun habiendo sido aupados al poder, se la devolverán un día con la misma moneda: haciéndole su cama en el silencio transgresor de la amistad y la lealtad debidas. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, en el más vil de los silencios traidores, porque el silencio no deviene solamente por la palabra incumplida, sino por la deslealtad manifiesta. En palabras de Unamuno, “a veces el silencio es la peor mentira”.
Es peor el silencio que otorga que aquél que subvierte la palabra dicha; el que disiente con la palabra que el que asiente, mintiendo, con el silencio expresivo.
“Me basta con tu silencio, porque tu silencio me comunica más que tus palabras”, le decía la enamorada a su amado. “En tu silencio observo la complicidad de nuestra palabra”, le insinuaba. Solo su presencia atenuaba ese silencio locuaz, que habla sin decir, que dice sin hablar, porque “el silencio --como expresa Tagore-- lleva en sí tu voz, como el nido la música de sus pájaros dormidos”.
El silencio de la palabra es peor también que el silencio de la memoria. Puede un enfermo de Alzheimer perder la memoria, y aun la palabra, pero no la sensibilidad de quienes le rodean con cariño, silencio y su palabra, porque los sentidos perciben con más nitidez lo que pierden otras facultades del ser humano.
El silencio locuaz y la memoria perdida se entrecruzan a veces en quienes, en la plenitud de sus facultades mentales, se hacen los sordomudos y desmemoriados a conveniencia. Como quienes desean subvertir la memoria del ser humano, aun viva, en la desmemoria histórica del sufrimiento silencioso y silenciado. Solo el amor y la lealtad nunca perdidos pueden hacer compatibles la palabra y la desmemoria ocultas.
Uno es esclavo de sus palabras, pero prisionero de sus silencios. No basta la palabra en ocasiones para reflejar los sentimientos. Nada se dice una pareja de enamorados; un padre con sus hijos, aun infantes o adultos; pero todo se lo dicen con la mirada, el gesto tierno de una sonrisa, las manos entrelazadas, la caricia vehiculadora del cariño; los ojos de reproche...
Cuando todas las palabras están dichas, qué queda sino el silencio que, tal un sueño de noche, nos descubre lo que quisimos decir y nunca dijimos. Como en el amor, hay silencios que matan y otros que las matan callando. Por amor, no denuncia la mujer a su maltratador, y no hay peor silencio que el que otorga sin hablar; el que silencia la pena y no trasciende en palabras ni en condenas que castiguen, más que la ofensa de palabra, la vida arrebatada por amor; el silencio que mata, que resta para siempre la palabra, a quien le dio su palabra, promesa y lealtad de amor.
Podría ser leal la palabra si no hubiere silencios que otorgaren lo que se dijo y no se cumplió; lo que no se dijo, pero fue voluntad de ser. El peor silencio parte también de quienes arrojan la piedra y se guardan la mano; quienes se exculpan para inculpar a otros de lo que hicieron mal o dejaron de hacer bien. Es el silencio que se ve en los ojos de quienes, no haciendo su propia cama, se la hacen cada día a sus propios compañeros o presuntos amigos; de aquellos que, aun habiendo sido aupados al poder, se la devolverán un día con la misma moneda: haciéndole su cama en el silencio transgresor de la amistad y la lealtad debidas. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, en el más vil de los silencios traidores, porque el silencio no deviene solamente por la palabra incumplida, sino por la deslealtad manifiesta. En palabras de Unamuno, “a veces el silencio es la peor mentira”.
Es peor el silencio que otorga que aquél que subvierte la palabra dicha; el que disiente con la palabra que el que asiente, mintiendo, con el silencio expresivo.
“Me basta con tu silencio, porque tu silencio me comunica más que tus palabras”, le decía la enamorada a su amado. “En tu silencio observo la complicidad de nuestra palabra”, le insinuaba. Solo su presencia atenuaba ese silencio locuaz, que habla sin decir, que dice sin hablar, porque “el silencio --como expresa Tagore-- lleva en sí tu voz, como el nido la música de sus pájaros dormidos”.
El silencio de la palabra es peor también que el silencio de la memoria. Puede un enfermo de Alzheimer perder la memoria, y aun la palabra, pero no la sensibilidad de quienes le rodean con cariño, silencio y su palabra, porque los sentidos perciben con más nitidez lo que pierden otras facultades del ser humano.
El silencio locuaz y la memoria perdida se entrecruzan a veces en quienes, en la plenitud de sus facultades mentales, se hacen los sordomudos y desmemoriados a conveniencia. Como quienes desean subvertir la memoria del ser humano, aun viva, en la desmemoria histórica del sufrimiento silencioso y silenciado. Solo el amor y la lealtad nunca perdidos pueden hacer compatibles la palabra y la desmemoria ocultas.
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