Siempre me sorprendió
la abstención del habla en los hablantes. Nos hallamos en un café -antes
lugares propicios para tertulias, ambientes para el diálogo, para escribir,
para pensar, de encuentro moral más que físico con el otro...-; pero se ha
perdido hoy ese ambiente consigo mismo y con los otros de los cafés de antaño.
Evoco: los cafés "Gijón" y "Oriente", de Madrid, lugares
de encuentro de escritores y políticos, para escribir y pensar; el
"King" y "Le Petit Café", en Cáceres, ya desaparecidos en
sus ambientes, pero no de la memoria, que te invitaren a escribir, a la
reflexión, al diálogo, a rellenar unas cuartillas, a dejarte llevar por los
pensamientos más profundos y navegar por los ríos de la vida y, sobre todo, al
diálogo sobre la vida misma.
Se ha perdido el encanto de los antiguos cafés, aquel
ambiente propicio para el diálogo, la reflexión, la escritura... Asumimos la abstención
del habla porque nos quedamos sin habla en la presencia y la asumimos en la
ausencia. La presencia asume el diálogo; la ausencia, el monólogo. Como si nada
hubiéremos que hablar con quienes nos acompañan y todo con quienes estuvieren
lejos de nosotros.
Observamos a un grupo de hombres en el café: miran en la
pantalla un partido de fútbol, quizá la final de la Champions; o la faena de
Talavante en las Ventas, y apenas se dirigen la palabra sino fuere sobre alguna
incidencia de los lances del partido o de la lidia. Detenemos la mirada sobre
un grupo de adolescentes y de mujeres adultas: toman asiento en el café, piden
sus refrescos y se afanan en comunicarse con otros a través de mensajes por el
telefonino o por el WhatsApp. Nada hablaren entre sí; como
si todo se lo hubieren dicho ya. Y, así, pasa la tarde, entre tertulias
virtuales con los ausentes, no con los presentes. Umberto
Eco ha definido en "El País" la situación con preclaras palabras:
"Internet es una cosa y su contraria. Podría remediar la soledad de muchos,
pero resulta que la ha multiplicado." Hemos convertido una herramienta de
la comunicación en un fin, y no en el medio que fuere. No podemos singularizar
la palabra, exclusivizarla, en un medio para la transmisión de pensamientos. La
palabra somos nosotros y nuestras circunstancias y el medio principal es el
habla, la lengua transmisora del pensamiento, ausente a veces en un contexto de
gestos y miradas, que trasluciere sin más lo que deseamos comunicar. Nos
olvidamos de quienes tenemos al lado, de que hubiéremos lengua para
comunicarnos con ellos y hasta para besarnos, en la íntima comunicación del ser,
un beso apasionado de palabras sin palabras. Conjugamos la abstención del habla
en la incomunicación de la palabra. Habla la palabra por medios naturales con
otros en la lejanía, pero se inhibe en la distancia corta. Ansiamos la
comunicación con los ausentes, no con los presentes. No estamos con quienes
debiéramos, sino con quienes conociéramos. Y, al final, la comunicación es un
diálogo de sordos a través de la pantalla, que no refleja nuestro estado anímico,
sino el que un interlocutor quisiere.
En posesión toda de la palabra y conjugamos la abstención
del habla. Como si fuéremos sordomudos de ocasión. Hablaren más estos en su
muda expresión que mil vehículos de la comunicación que llenaren las palabras
de otros. En silencio, muda la palabra en la lengua, pero expresión toda en su
contexto de gestos y mímica, que hablaren por mil y una palabras. Como aquellos
que, sin nada hablar, lo dijeren todo en su escucha.
--Tiene usted una buena conversación, amigo...
--¿Yo? ¡Pero si no he dicho palabra....!
--Sí, pero sabe escuchar...
Hoy ni dialogamos ni escuchamos sino en la distancia
imperfecta, inacabada, de la palabra, que no transmitiere el mensaje todo del
pensamiento, de deseo y palabra.
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