Ni el tumulto ni la sangre mueven el progreso. El tumulto es antónimo de la palabra. Lo dijo Bono en su estreno en el templo de la palabra. Solo la palabra, moderada, vehicula el progreso. La crispación, el insulto, la descalificación mediante la palabra, prostituye la palabra que une voluntades. La verdad no reside en la palabra de unos pocos, sino en las verdades de los más. Solo la palabra rescata la verdad; el tumulto la encierra, no la deja oír.
La palabra no tiene una arista, sino una y mil caras. No puede una palabra dicha despreciar otra palabra hablada, escrita, sin otro argumento más que el desacuerdo con aquélla. El político no suele practicar la virtud de la eubolia, la discreción en la lengua. Es reservado en lo que debería decir y no es cauto en lo que no convendría pregonar. Así, la indiscreción de unos y el rechazo de otros a la palabra devienen en el tumulto, en el que el ruido sustituye a la palabra, el zapateado en los escaños a los argumentos en la tribuna.
La intolerancia no modera el lenguaje. No convencerán con la palabra quienes, con gesto altivo, la utilizaren como arma arrojadiza y no como instrumento de convicción; los que se sirven de ella solo para descalificar, discriminar y alejar al adversario, que no fuere tal, porque persigue el mismo fin, aun con distinto prisma. Los portavoces pueden pregonar mucho, pero convencer poco, porque no son detentadores exclusivos y excluyentes de la palabra y porque su palabra no es doctrina de fe ni hablan ex cátedra desde la propia que hubieren por delegación del poder.
La moderación y la tolerancia son las únicas vías posibles para la circulación de la palabra, vehículo de progreso. Lo contrario es el tumulto de la turba y ésta, exaltada, se perderá en un destino impropio de la palabra: el lamento, el reproche, el dicterio contra lo que nunca hubimos de decir y hacer y dijimos e hicimos.
El tumulto hace sangrar la palabra. Vivimos hoy un tiempo de esperanza frente a otros que fueron y son, todavía, en otros lugares, de sangre. El tumulto y la sangre, la negación misma de la palabra, de la tolerancia y la convivencia mediante la palabra, en un mundo que subvierte la esencia misma de la comunicación, el pacto y el progreso al que conduce la palabra.
La palabra no tiene una arista, sino una y mil caras. No puede una palabra dicha despreciar otra palabra hablada, escrita, sin otro argumento más que el desacuerdo con aquélla. El político no suele practicar la virtud de la eubolia, la discreción en la lengua. Es reservado en lo que debería decir y no es cauto en lo que no convendría pregonar. Así, la indiscreción de unos y el rechazo de otros a la palabra devienen en el tumulto, en el que el ruido sustituye a la palabra, el zapateado en los escaños a los argumentos en la tribuna.
La intolerancia no modera el lenguaje. No convencerán con la palabra quienes, con gesto altivo, la utilizaren como arma arrojadiza y no como instrumento de convicción; los que se sirven de ella solo para descalificar, discriminar y alejar al adversario, que no fuere tal, porque persigue el mismo fin, aun con distinto prisma. Los portavoces pueden pregonar mucho, pero convencer poco, porque no son detentadores exclusivos y excluyentes de la palabra y porque su palabra no es doctrina de fe ni hablan ex cátedra desde la propia que hubieren por delegación del poder.
La moderación y la tolerancia son las únicas vías posibles para la circulación de la palabra, vehículo de progreso. Lo contrario es el tumulto de la turba y ésta, exaltada, se perderá en un destino impropio de la palabra: el lamento, el reproche, el dicterio contra lo que nunca hubimos de decir y hacer y dijimos e hicimos.
El tumulto hace sangrar la palabra. Vivimos hoy un tiempo de esperanza frente a otros que fueron y son, todavía, en otros lugares, de sangre. El tumulto y la sangre, la negación misma de la palabra, de la tolerancia y la convivencia mediante la palabra, en un mundo que subvierte la esencia misma de la comunicación, el pacto y el progreso al que conduce la palabra.
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