Nos ha dado el día tres victorias: las del Cerro de Reyes y el Cacereño, con su ascenso a 2ª B; la de la Selección Nacional de Fútbol, clasificada en tercera posición en la Copa Confederaciones. Tres victorias para una mayoría que las hace propias, las festeja y eleva su autoestima. No hubiere extremeño, aun sin ser aficionado, que no se alegre de este doble triunfo de los equipos más representativos de sus ciudades; ni quizás español que no festeje los goles de Güiza y Alonso, aun con la hiel de no haber disputado la final ante Brasil.
“Hemos vencido”, como dijo el heraldo ateniense Filípides tras recorrer en solo dos días la distancia entre Maratón y Esparta (240 kilómetros) y posteriormente desde Maratón hasta Atenas (42 kilómetros) para dar la noticia de la victoria ante los persas y caer desfallecido, más por las heridas de la batalla que por su veloz carrera.
La historia de Filípides, que dio origen a la maratón, prueba estrella de las Olimpiadas, subsume desde el 490 a. d. C. la miel y la hiel de las victorias; la dulzura de quienes, haciéndolas propias un tiempo, se ríen de la derrota del adversario sin saber que la derrota estará al caer un día, y entonces aquélla se trocará en amargura.
Las victorias de hoy son como el dulce seco con almendras amargas. Hay aficionados que se alegran más de la derrota del adversario que de la victoria propia, como si en ésta le fuera la propia y en la derrota, su victoria. Triste sino el de aquellos condenados a vivir deseando no la victoria, sino la derrota de sus adversarios, porque más dura será su caída.
En el fútbol, como en la vida, se alinean cada día estos dos equipos: los que siempre buscan la victoria y quienes, dejándose arrastrar por la corriente, desembarcan en el océano de su propia derrota. Los primeros participan en la maratón de la vida en búsqueda de la meta final; los segundos serán siempre los últimos, porque no han tenido para sí mismos, ni en solitario ni en equipo, el hambre y la sed de victoria.
A muchos otros, en cambio, nada les dicen victorias ni derrotas que les son ajenas, porque nada les va ni les viene ni en las unas ni en las otras. Son aquéllos que, por múltiples circunstancias de la vida, no pueden participar en la maratón de la propia, ni morir en la meta con la dignidad de Filípides: los parados sin futuro, los jóvenes sin empleo, los ancianos solos y desvalidos, los sedientos de justicia sobre la tierra… ¿Qué puede decirles a ellos una victoria deportiva si tan solo desearen la victoria de su dignidad de hombres y mujeres libres, que nunca lograrán por los caminos pedregosos por donde una sociedad insolidaria les invita a recorrer la maratón de sus vidas…?
La victoria deportiva logra, a veces, lo que no consigue la propia sociedad organizada: elevar la autoestima tan necesaria para lograr la propia en la vida; el disgusto de la derrota resulta, en cambio, tan pasajero como la vida misma, porque la honra y el honor no residen tanto en victorias de equipos o selecciones, sino en la victoria de la dignidad de todos los seres humanos.
En la alegría compartida por tantos, nos alegramos de las victorias de un día, que no pueden ser para siempre, porque en el deporte, como en la vida misma, unas veces se gana y otras se pierde; pero que las victorias no sean siempre de los mismos y las derrotas, de los más, porque entonces nadie podrá colgarse medallas ajenas, sino tan solo los atletas que las lograron en buena lid deportiva. Y entonces las victorias de unos pocos será su propia derrota en la maratón de sus vidas.
“Hemos vencido”, como dijo el heraldo ateniense Filípides tras recorrer en solo dos días la distancia entre Maratón y Esparta (240 kilómetros) y posteriormente desde Maratón hasta Atenas (42 kilómetros) para dar la noticia de la victoria ante los persas y caer desfallecido, más por las heridas de la batalla que por su veloz carrera.
La historia de Filípides, que dio origen a la maratón, prueba estrella de las Olimpiadas, subsume desde el 490 a. d. C. la miel y la hiel de las victorias; la dulzura de quienes, haciéndolas propias un tiempo, se ríen de la derrota del adversario sin saber que la derrota estará al caer un día, y entonces aquélla se trocará en amargura.
Las victorias de hoy son como el dulce seco con almendras amargas. Hay aficionados que se alegran más de la derrota del adversario que de la victoria propia, como si en ésta le fuera la propia y en la derrota, su victoria. Triste sino el de aquellos condenados a vivir deseando no la victoria, sino la derrota de sus adversarios, porque más dura será su caída.
En el fútbol, como en la vida, se alinean cada día estos dos equipos: los que siempre buscan la victoria y quienes, dejándose arrastrar por la corriente, desembarcan en el océano de su propia derrota. Los primeros participan en la maratón de la vida en búsqueda de la meta final; los segundos serán siempre los últimos, porque no han tenido para sí mismos, ni en solitario ni en equipo, el hambre y la sed de victoria.
A muchos otros, en cambio, nada les dicen victorias ni derrotas que les son ajenas, porque nada les va ni les viene ni en las unas ni en las otras. Son aquéllos que, por múltiples circunstancias de la vida, no pueden participar en la maratón de la propia, ni morir en la meta con la dignidad de Filípides: los parados sin futuro, los jóvenes sin empleo, los ancianos solos y desvalidos, los sedientos de justicia sobre la tierra… ¿Qué puede decirles a ellos una victoria deportiva si tan solo desearen la victoria de su dignidad de hombres y mujeres libres, que nunca lograrán por los caminos pedregosos por donde una sociedad insolidaria les invita a recorrer la maratón de sus vidas…?
La victoria deportiva logra, a veces, lo que no consigue la propia sociedad organizada: elevar la autoestima tan necesaria para lograr la propia en la vida; el disgusto de la derrota resulta, en cambio, tan pasajero como la vida misma, porque la honra y el honor no residen tanto en victorias de equipos o selecciones, sino en la victoria de la dignidad de todos los seres humanos.
En la alegría compartida por tantos, nos alegramos de las victorias de un día, que no pueden ser para siempre, porque en el deporte, como en la vida misma, unas veces se gana y otras se pierde; pero que las victorias no sean siempre de los mismos y las derrotas, de los más, porque entonces nadie podrá colgarse medallas ajenas, sino tan solo los atletas que las lograron en buena lid deportiva. Y entonces las victorias de unos pocos será su propia derrota en la maratón de sus vidas.
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