Las víctimas no buscan la compasión de los demás. Pedían tan solo justicia y reparación, reconocimiento moral de la sociedad de la que fueron víctimas por causa ajena o accidente fortuito. De nada fueron culpables, sino víctimas. Ni el tiempo ni la palabra bastan para apagar el olvido y la memoria. Han pasado cincuenta años. Censa el colectivo 1.382 víctimas desde que muriere la niña Begoña Arroz Ibarrola, de veintidós meses, un 27 de junio. Tras ella, hay un reguero de dolor, orfandad, vidas truncadas por la ausencia irreparable.
El Congreso ha reparado la memoria, ha enaltecido a las víctimas. Nuestra prioridad es acabar con el terrorismo, ha dicho el Rey, para quien el acto es un “referente cívico”, un “símbolo de firmeza”. Frente al terrorismo, “ambigüedad cero”, ha sentenciado el presidente del Congreso.
El 11-M de 2004 despertó las conciencias frente al terrorismo. Ya no son ellos solos; las víctimas somos todos, quienes lo fueron, las colaterales y quienes asistimos impávidos al ataque a la vida y al sistema. Ni el Estado ni la sociedad pueden permitirse un ataque frontal contra sí mismos como el terrorismo, ni olvidarse de las víctimas, sino ampararlas y protegerlas: ni, mucho menos, bajar la guardia en una lucha que tan solo persigue la muerte de inocentes y del Estado. Contra el terrorismo no cabe bajar la guardia como, a pesar del tiempo transcurrido, tampoco la memoria, porque dejaríamos flancos al olvido, tributario de la desesperanza, frente a la firmeza del Estado, que no debe permitir ni lo uno ni lo otro.
El Congreso ha reparado la memoria, ha enaltecido a las víctimas. Nuestra prioridad es acabar con el terrorismo, ha dicho el Rey, para quien el acto es un “referente cívico”, un “símbolo de firmeza”. Frente al terrorismo, “ambigüedad cero”, ha sentenciado el presidente del Congreso.
El 11-M de 2004 despertó las conciencias frente al terrorismo. Ya no son ellos solos; las víctimas somos todos, quienes lo fueron, las colaterales y quienes asistimos impávidos al ataque a la vida y al sistema. Ni el Estado ni la sociedad pueden permitirse un ataque frontal contra sí mismos como el terrorismo, ni olvidarse de las víctimas, sino ampararlas y protegerlas: ni, mucho menos, bajar la guardia en una lucha que tan solo persigue la muerte de inocentes y del Estado. Contra el terrorismo no cabe bajar la guardia como, a pesar del tiempo transcurrido, tampoco la memoria, porque dejaríamos flancos al olvido, tributario de la desesperanza, frente a la firmeza del Estado, que no debe permitir ni lo uno ni lo otro.
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