No acostumbrare a desnudar su cuerpo sino en la intimidad velada a la mirada ajena; menos aún su alma. Lo primero lo intuía, aunque lo desconociere en las formas que le diere la naturaleza; lo segundo lo velaba con mil tules que no dejaren traspasar ni los rayos del Sol. Solícita en la petición del desnudo del alma ajena –cuéntame; díme: cómo te has enterado; sigo esperando tu llamada…--, ella se obstinaba en no desnudar su alma porque supondría más aún que descubrir su cuerpo. En el alma guardaba celosamente todo su ser que le diere vida: el saber acumulado, la experiencia servida, los amores y desamores vividos y sufridos, los silencios guardados, la palabra por decir, el pensamiento por descubrir… Su alma era su otro yo, celosamente guardado más que el cuerpo vestido. Observare su cuerpo y no viere en él más diferencias sustanciales que en los otros mortales; sin embargo, el alma, su alma, era única, singular, más aún que el cuerpo que, aun siéndolo en sus huellas dactilares, era universal. No mostrare, por ello, tanto pudor en descubrirlo como su alma. Es más difícil reconocer el alma que el cuerpo cuando se ha perdido la comunicación íntima que desvelare el pensamiento todo; no el lenguaje encriptado en el ordenador, solo para sí, ni el subsumido en el alma de un sms, las letras perdidas en el sudoku del alma…, la confianza traicionada, la conversación como autovía al conocimiento del alma.
Miguel Ángel, tras pintar el Juicio Final en la Capilla Sixtina, fue objeto de disputa con el cardenal Caraza y el embajador de Mantua, monseñor Semini, quienes acusaron al artista de inmoralidad y obscenidad, y organizaron una campaña para borrar sus frescos. El maestro de ceremonias papal, Biagio da Cesena, estimó vergonzosas tales figuras en lugar tan sagrado. Miguel Ángel le representó, entonces, en el fresco como Minos, el juez del infierno; se quejó al papa y este le respondió que su jurisdicción no incluía el infierno, y el retrato se mantuvo. Más tarde, los genitales del fresco fueron cubiertos por Daniele da Volterra, quien se ganare por ello el sobrenombre de Il Bragettone (“El Pintacalzones”).
Son los inquisidores de hoy, hijos de los de ayer, quienes ven como obsceno lo que es natural, el cuerpo humano, y tienden a tapar, y ni siquiera por encargo, los genitales de vergüenzas ajenas, que no hubieren los demás. No avergüenza el propio cuerpo ni el alma que atesoramos, porque no hubiere jueces con jurisdicción sobre ellos ni “Bragettones” bastantes para impedir su visión contemplativa.
Nuestra señora, libre de prejuicios del pasado y confiada en el corazón y alma de su interlocutor, se liberaba mediante la palabra escrita en el alma de sus letras. No hubiere necesidad alguna de desvestir su cuerpo porque lo hiciere en su alma. Veía “El lago de los cisnes” y se recreaba en el pentagrama escribiéndote la historia de Sigfrido, la ruptura del amor eterno solamente en la noche y el desencantamiento del hechizo.
Miguel Ángel, tras pintar el Juicio Final en la Capilla Sixtina, fue objeto de disputa con el cardenal Caraza y el embajador de Mantua, monseñor Semini, quienes acusaron al artista de inmoralidad y obscenidad, y organizaron una campaña para borrar sus frescos. El maestro de ceremonias papal, Biagio da Cesena, estimó vergonzosas tales figuras en lugar tan sagrado. Miguel Ángel le representó, entonces, en el fresco como Minos, el juez del infierno; se quejó al papa y este le respondió que su jurisdicción no incluía el infierno, y el retrato se mantuvo. Más tarde, los genitales del fresco fueron cubiertos por Daniele da Volterra, quien se ganare por ello el sobrenombre de Il Bragettone (“El Pintacalzones”).
Son los inquisidores de hoy, hijos de los de ayer, quienes ven como obsceno lo que es natural, el cuerpo humano, y tienden a tapar, y ni siquiera por encargo, los genitales de vergüenzas ajenas, que no hubieren los demás. No avergüenza el propio cuerpo ni el alma que atesoramos, porque no hubiere jueces con jurisdicción sobre ellos ni “Bragettones” bastantes para impedir su visión contemplativa.
Nuestra señora, libre de prejuicios del pasado y confiada en el corazón y alma de su interlocutor, se liberaba mediante la palabra escrita en el alma de sus letras. No hubiere necesidad alguna de desvestir su cuerpo porque lo hiciere en su alma. Veía “El lago de los cisnes” y se recreaba en el pentagrama escribiéndote la historia de Sigfrido, la ruptura del amor eterno solamente en la noche y el desencantamiento del hechizo.
Háblame, amor; no dejes de hablarme; continúa escribiendo tus notas en el pentagrama de la vida; habla; no te calles lo que hubieres de decir, mientras las notas de nuestro confiado amor se desgranan en las letras que te escribo nacidas de mis sentidos. Escucha cómo vibran mi cuerpo y alma, fusionados en el do, re, mi, fa, sol… del pentagrama que nos une. Escribe mientras suena la música de fondo; las letras que nos atraen, la música que nos enamora, en el silencio de la palabra, pero con ella escrita, en la que veo la desnudez de tu alma; a ti misma, prenda, sin necesidad de observar tu cuerpo, mortal, frente a la trascendencia de la inmortalidad de tu alma. Desnúdame tu cuerpo en el alma de tus letras, que el tiempo se acaba y nuestra palabra, si no fuere escrita, no será eterna. Como tu alma, amor; acaso como tú misma en los valores de tu alma desvelados en tu palabra...
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