martes, 8 de mayo de 2012

DOS ESCULTURAS COMO TOPÓNIMOS EN CÁCERES

           Apenas tenemos esculturas en la ciudad. Las esculturas urbanas, en los parques y jardines, en sus rotondas y avenidas, recuerdan y homenajean a figuras ilustres del pasado; son, en otros casos, simples objetos decorativos, dedicatoria a instituciones y asociaciones que hicieron quizás algo más de lo que debían por la ciudad que les enaltece, Símbolo de un pasado o referente de un presente, la escultura urbana se ha convertido en un topónimo que extrapola su propio campo conceptual, simbólico, de recuerdo y homenaje.

            Son muchas las calles, plazas y avenidas de la ciudad para nuestra frágil memoria; muchos los nombres por retener e identificar en su justo lugar. Recurrimos, entonces, a un símbolo mayor alrededor del cual tendemos un puente como referente del lugar. No es el exacto lugar; las proximidades del símbolo mismo;  las calles, avenidas y centros próximos a ese símbolo, cuyos nombres ignoramos, pero exacto referente de lugar, toponímicos en la ciudad perdida de la memoria, dispersa y a la vez unida por tantos nombres y calles, inabarcables en su localización.

            Y, así, hablamos, decimos, respondemos: por donde el indio, por donde el caballo… Nunca podría imaginar  Manuel Veiga, presidente de la Diputación de Cáceres (1983-1991) que dos esculturas regaladas a la ciudad por su humanidad y generosidad se trocaran en símbolos no pretendidos de su ámbito histórico: referentes de lugar, más que de recuerdo y embellecimiento; toponímicos en la propia ciudad.

            Nadie cita al emperador azteca por su nombre propio, Nezahualcóyotl (1402-1472), y lo emplaza en su peana urbana, la Ronda de la Hispanidad, frente a la barriada de Moctezuma y el colegio de su nombre, por donde se dispersa una toponimia propia de una época histórica a la que nos vinculamos. Nadie recuerda al Hernán Cortés de Pérez Comendador en la plaza del Alférez Provisional, instalada en 1986 frente al antiguo Banco de España. Y el indio sigue ahí y el conquistador sobre su caballo, enlazando en el nombre mismo de un imperio –el azteca- una geografía urbana que, encadenada por Moctezuma, vericuetea por entre avenidas y rotondas, con otros generales de la historia hasta dar con el jinete y equino que subyugaron ese imperio.

            El indio es un topónimo: por donde está el indio…; el mercado franco estaba por donde el indio; el Cáceres CB juega por donde el indio; ahora –se llegó a decir un día— no se puede circular por donde el indio, porque Saponi está poniendo el nuevo colector… en la ciudad expansiva. El emperador poeta que engarza Moctezuma con el Nuevo Cáceres simboliza algo más; toda una geografía urbana del ensanche de la ciudad y de nuevos servicios. Hasta su nueva peana removió, en el 95, los cimientos de quienes tanto le mientan: con José María Saponi, electo alcalde de Cáceres (1995 hasta 2007),  pero aún sin mando, la efigie fue retirada para ampliar su sostén. Y la voz corrió por el pueblo: el nuevo alcalde ha quitado el indio… Saponi se ha cargado el indio…; pero Saponi aún no hubiere tomado posesión. Y el indio sigue ahí, en la Ronda de la Hispanidad, donde concluye el imperio de Moctezuma, como Hernán Cortés sobre su caballo por donde el Banco de España…

            El emperador poeta no recita allí sus versos, aunque hubiere la actitud de hacerlo con las cuartillas en sus manos;  ni el conquistador de Méjico, su gestas militares. Refieren ambos un lugar más amplio, distinto y distante, de su efigie como referente. Como la Osa Mayor –a la que el pueblo llama Carro---, no Cortés, su caballo –la parte por el todo-- es ya un lugar como boca de metro abierta al cielo: sí, por allí, por donde está el caballo..., referente localizador de un habitante no censado en su vivienda al aire libre, sin referencia catastral alguna, aun frente al Catastro; magnética guía de una parte de nuestra geografía urbana. Aquí, en Cáceres, que unió a dos mundos; las banderas de España y Méjico entrelazadas una noche de verano en la Era de los Mártires, durante los Festivales Folclóricos Hispanoamericanos, finales de los sesenta…, entonces, cuando la música y la poesía unían mundos tan lejanos como hoy cercanos, y separados por el egoísmo de unos emperadores y políticos, que nunca fueren ni músicos ni poetas, como el indio, quien, desde los billetes de cien pesos, y desde Moctezuma, nos recita:

“Amo el canto del zenzontle
Pájaro de cuatrocientas voces,
Amo el color azul del jade
Y el enervante perfume de las flores
Pero amo más a mi hermano el hombre.”



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