viernes, 10 de abril de 2009

TERCERA PALABRA

Primero ha sido el perdón (“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”). Ha indicado después el camino que les espera a los depredadores de la vida, a los ladrones y sus cómplices, fruto de su infinita misericordia (“En verdad te digo: hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.”) A los judíos, el perdón; al ladrón, su cielo.

Antes de invocar al Padre por qué le ha abandonado, cuarta palabra; de proclamar la sed del amor que no tenemos, el agua que no nos sobra, cuando Él es el manantial de vida, la eterna fuente de luz que no deja de brotar frente a quienes se apropian del agua de los demás y se pelean por ella, aunque hoy le invoquen ignorantes de las aguas suicidas del amor que dicen profesarse (quinta palabra); de exclamar que “todo está consumado” por su parte, en el perdón y en la gloria, en la Cruz que anula el poder del pecado, la sentencia de su muerte ya ejecutada por todos (sexta palabra). Y, por fin, la última, dichas ya todas, la encomienda al Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, en el retorno a Él para siempre, la vida satisfecha, la muerte humana llegada, el sacrificio realizado (séptima palabra), cuál faltaría sino la tercera, la encomienda a su madre, la despedida al Hijo sin madre: “Mujer, he ahí a tu hijo; hijo; he ahí a tu Madre.” (Jn. 19-25 y ss).

La hora final se acerca. Aún tiene el hombre, el Hijo del Hombre, fuerza bastante para elevar su cabeza sobre la Cruz y ver su Madre, María la de Cleofás, a María Magdalena, y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, junto a Ella. Sobreviene entonces el misterio de la tercera palabra. Él, cabeza de familia, ya sin su padre terrenal electo, va a dejar sola a su Madre. Es la hora de testar. ¿Y a quién mejor encomendarla, dándole por hijo, sino al discípulo amado? Cuida de Ella, como cualquier humano, diría para sí: y Ella cuidaría de él, como si fuere su propio hijo en la orfandad heredada.

El misterio de la encarnación ha convertido a todos los cristianos en hijos de Dios, y a Jesús, en el primogénito entre todos los hermanos. Muerto Él, asumirá en su hijo adoptivo la universal maternidad que le ha conferido el Padre. ¡Qué dolor de madre sin su Hijo! ¡Qué gozo de Madre con mil y un hijos, muerto su primogénito!, Madre corredentora.

Desde entonces, Madre de madres entre todas las madres, consuelo de huérfanos, refugio de afligidos, Madre de tantos desamparados en la tierra, adoptiva Madre del universo de la Palabra encarnada; invocación de Madre bajo advocaciones mil en la tierra, Madre de la Iglesia; vida espiritual de la vida terrenal; Madre para todos los huérfanos, como Juan, que vieren en Ella el consuelo que no hubieren en la tierra.

No hubiéramos madre terrenal y ahí está Ella, madre espiritual de todos los humanos por legado del Hijo. Una madre para la vida, otra Madre en la vida y para la eternidad. Invocaciones mil para la humana en nuestra necesidad de ser amados y socorridos; cien mil para la Madre del cielo en nuestras adversidades de la vida. En nuestra palabra, la más bella de todas en la hora final; vida de nuestra otra vida, Madre de todas las madres hasta la resurrección de la vida, ya próxima, la muerte cercana, la resurrección anunciada, a la espera… Madre de misericordia en la inmisericorde vanidad humana…

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