Con las elecciones, tornan los predicadores de diversas órdenes políticas a predicar su evangelio por los pueblos y ciudades de España. Antes, en la dictadura, los misioneros iban a los pueblos de cuando en cuando para elevar el espíritu y purificar las almas. Todos acudían al templo por obligación más que por devoción y escuchaban su palabra.
La palabra de Dios no es la palabra política. La primera buscaba afianzar la fe de quienes dudaban hasta de sí mismos, aunque aquella les fuere “impuesta” más que aceptada con libertad. La segunda es libre para ser escuchada y a sus templos solo acuden, por lo regular, sus fieles, que se contentan con aplaudir a los que van a votar, aunque ellos no les hayan seleccionado, pese a ser la base que les aupare hasta el olimpo de los elegidos.
Mientras la primera palabra es eterna, la segunda es tan fugaz como el tiempo mismo. La primera alumbra; la segunda confunde entre descalificaciones, promesas vacías e insultos a los adversarios. El evangelio insufla respuestas múltiples a las necesidades humanas; la palabra humana de los candidatos es tan vacía que no hubiere continuidad ni en el tiempo ni en el espacio. Prometen lo que saben que no pudieren cumplir: buscan el voto mediante el engaño, la confusión o la amenaza del porvenir si el poder les fuere otorgado a otros que no fueren ellos.
Hay un paralelismo, a veces, entre la fe que se pretendiere imponer y la palabra del político que asumiere la victoria del adversario como una catástrofe nacional: el miedo, el miedo al infierno y el miedo a la pérdida de valores ya conquistados por la sociedad. En la predicación y en el mitin, los oradores tienden a conquistar con su palabra a los oyentes para conducirlos a su rebaño, solo que unos son pastores de alma y otros, de ovejas. Los primeros conocen a las suyas; los segundos, las ignoran durante el resto de la legislatura, como si no fueren del rebaño que les diere de comer. Los primeros buscan y alumbran la verdad; los otros, solo su verdad que no tiene por qué ser la verdad del barquero.
El templo de la primera palabra permanece siempre abierto para encontrarse consigo mismo, porque el hombre y la mujer necesitan alimento de espíritu. Los templos de la segunda palabra se abren cada cuatro años, cuando toca, para rearmar las mentes afligidas por el presente y el futuro, aunque el pan que la primera les diere no saciare su sed como la segunda, evaporada en el tiempo porque sus predicadores olvidaren a sus discípulos y la palabra que les dieren de vida eterna, no la hubieren en si mismos ni por asomo.
Los predicadores tornan a los templos de la palabra como los podadores a las calles y jardines, no para limpiar las ramas crecidas de los árboles, sino para solicitarles una confianza en su salvación que no pudieren otorgarles ni con su voto.
Han crecido los votos nulos y en blanco, símbolo de un compromiso con la democracia, pero, sobre todo, del descontento generalizado con una clase que pareciere no mirar más que para sí misma, en lugar de luchar para los electores que les otorgaren la delegación de la soberanía que les pertenece constitucionalmente y que olvidan más de la cuenta.
Los predicadores de la palabra divina dejaban tras sí una cruz como símbolo de su paso y memoria de ella; los predicadores del noble arte de la política pasan sin ser conocidos ni reconocidos por los suyos porque no cuidaren lo que debieren el rebaño asignado y devinieren, a veces, en lobos con piel de corderos, capaces de engañar al mismo diablo para lograr sus objetivos. Hay, como en la viña del Señor, de todo: los que se van y nunca debieron irse porque hubieren talla de estadistas, y los advenedizos, elegidos como figurines y floreros entre grupitos de presión de los partidos, que se reparten la tarta del poder por amiguismo o débitos de favores, pero no para luchar por los necesitados que nada pudieren esperar de ellos… Llegan los predicadores como los podadores que rompieren con sus hachas tantas ilusiones depositadas en ellos como ramas hubieren clamando al cielo… ¿Y a qué predicar tanto si sus oyentes ya estuvieren tan convencidos como los que antaño hubieren la fe del carbonero?
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