Llega a su estancia con su espíritu de siempre. Da los “buenos días” a los pacientes que ya la esperan. Hay pacientes impacientes que no le dan tiempo a ponerse su bata blanca; pero ella sabe a quiénes ha de atender hoy, porque guardare sus citas en el ordenador. Les conoce a todos y les llama por su nombre. Desde primera hora, va de un despacho a otro a por instrumentos o pomadas que necesitare. Toca laboratorio en los empieces; baja deprisa mientras la sala de espera va adquiriendo volumen. Antes de entrar, ya tranquiliza a los suyos: “Ahora mismo te veo, fulanito.” Torna a entrar, enciende el ordenador, dispone su instrumental, abre la puerta, los ve a todos y dice un nombre: “Pasa, Miguel.” Tranquiliza su voz, su bata blanca abierta sobre sus pantalones, que zurea como una paloma blanca a su paso. Esperan pacientes los impacientes, mientras se preguntan unos a otros con quiénes hubieren cita, si con el doctor o con la enfermera y así, hacen cuentas y cábalas sobre el tiempo que hubieren de esperar. Pareciere que todos tuvieren que ir al trabajo, al mercado o a otros quehaceres; pero son los que nada hubieren que hacer los más impacientes pacientes. Entran algunos sin llamar. Preguntan y les dices. “No se preocupe, señor: el doctor y la enfermera llaman.” Insisten: “Y usted, a qué hora tiene…”, como si en ella le fuera la vida. Leen otros la lista situada en la puerta y van pasando revista hasta que hallaren al que estuviere delante de su nombre.
La enfermera que porta la bata blanca tranquiliza con su palabra y maternal ejercicio de la profesión. Ora toma la tensión, ora pesa al paciente, ora le hace la prueba de la glucosa, ahora hace un electro que pasará al doctor. Toma los datos en su expediente. Le tranquiliza; le orienta; le advierte sobre los peligros; le muestra el camino de la vida.
Ha estado nuestra enfermera en lugares remotos desde sus comienzos en la profesión. Ha tornado ahora a casa; pero todo sigue igual: las curas de las heridas, las inyecciones, las vacunas, las analíticas… No desea una espera más allá de lo deseable. Por ello, no descansa; entra y sale del despacho como si hubiere una competición. A todos atiende por igual. Te pide perdón cuando el teléfono interrumpe la consulta. Ante el dolor ineluctable de la muerte, se aparece la vida, la esperanza, la dulzura en la breve visita.
“No se preocupe, señora: ya le llamará.” Zozobra la inquietud de la espera que, en sus manos, concluye. Hasta las doctoras consultan a nuestra enfermera por su saber, y aceptan su diagnóstico sobre la curación de una herida. “Hay que esperar más”, les advierte precavida. Sobre la pared, las fotos de sus niños, y un dibujo con una leyenda: “Mamá, te quiero.” Como todos tus pacientes, Maite Fábregat Domínguez, por quien la sanidad extremeña brilla tan blanca como las que formaren tu compañía. ¿O acaso tu blancura no curare como una pomada blanca, extendida sobre el blanco apósito que la cubriere…?
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