Todos los días se apagan en España demasiadas luces; otras
pocas se encienden. Muchas luces encendidas por las primeras perviven
alumbrando a las luces de su luz. Son las luces humanas que alumbran de noche y
día, que guardan para sí la luz recibida de sus predecesores y transmiten a los
suyos. Frente a la luz humana, la luz artificial que también se apaga: las
pequeñas luces de pequeños comercios y tiendas de toda índole. Nadie quiere
estas luces, ni aún en traspaso o venta; todos recuerdan las suyas, las
imperecederas luces del alma que nos dieren la luz de la vida. Se van yendo,
poco a poco, estas luces con las que antes convivíamos, que nos parecieren
eternas por necesidad. Convivimos con ellos años duraderos y felices. La vida
nos separó para realizar nuestro propio camino y vida. Se van distanciando las
visitas y los encuentros: semanales, en principio; mensuales, después. Llegan
otras vidas y otras labores que atender. Tras los bautizos y bodas, sobreviene,
inesperada, la hora final de la despedida. Familias, antes unidas, ahora
separadas, se unen ya solo en este último adiós, el definitivo adiós de los
adioses: la muerte.
Hay
muertes que avisan y otras sobrevenidas a la propia muerte, sin previo aviso,
inesperada; la luz que se apaga cuando se apaga su otra luz en la tierra. Ya
sin ánimo, sin más deseo de vida que unirse con su otra vida, ya ida, con solo
fuerzas para caminar tras ella, y unirse a ella para siempre en la otra vida.
Llega el
nuevo año y hacemos una llamada de felicitación. Y nos sobrecoge que una
madre, en ese inesperado momento, esté velando el cadáver de su hijo en Madrid,
que tan solo hubiere 35 años de vida, una luz de sus luces, apagada. Y no hay
palabras de consuelo para esa madre por cuyo hijo preguntábamos el día 10 de
hace un mes. Solo el tiempo logrará borrar en Charo Hernández una de las cinco
luces de su vida, dos ya idas, el esposo y el hijo.
Vimos, el
día antes de esa fecha decembrina, también en la capital, a dos familiares con
vida. El pasado domingo despedíamos al primero: Jovino Garzón Alcalá, un
maestro para la vida que ejerciere en Riolobos, Dos Hermanas y Madrid. Formó a generaciones de jóvenes en esos
pueblos y ciudades; enseñó Ciencias y abrió el camino de la vida a sus tres
hijas. En su pueblo iluminó las primeras luces de otros jóvenes. Tres días
después volvemos a la Villa y Corte para despedir a su esposa: Victoria Jiménez
Sánchez, nuestra prima por siempre, a la que sus hijas no pudieron contarle el
entierro de su padre. La luz que también se va cuando otra se apaga. Y delante
de su féretro, una de ellas leía su testamento vital ante sus hermanas:
“Continuad vuestras vidas, hijas…” Sus padres, y ascendientes, nacieron en Granadilla (Cáceres), el pueblo de los tres
destierros, para morir en otra parte, como reza el dicho recogido por Rodríguez
Moñino en su “Diccionario geográfico popular de Extremadura”. En “La Almudena”,
el plomizo gris de la mañana levitaba sobre las lágrimas y las flores de la
tumba que les acogiere para siempre, dos luces apagadas en la tierra, porque
dejaren huellas bastantes, unidas en la luz de la otra vida del cielo que les
recibiere.
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