Han concluido las
fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes; un año menos; un año más. Una hora más
en nuestras vidas; una hora menos en el calendario vital. Sobre la pared, sobre
la mesa, disponemos nuevos calendarios para ir viendo cómo pasa el tiempo sin
verlo. Por la noche, la ciudad parece un fantasma: apenas apagadas las luces;
recogidos nacimientos, belenes y árboles, parece recluida en su devenir
silencioso. La ciudad parece triste sin luz. Nada parece igual y todo sigue
siendo lo mismo, menos esa hora de menos irremisiblemente perdida para siempre.
Cada segundo, cada minuto, cada hora que pasa, no
volverán sobre nuestras vidas. Tendremos más segundos, más minutos, más horas;
pero no fueren las mismas de antes, aquellas idas con el tiempo finito, sin
avisar en su hora final. Y, en su devenir, parece que el tiempo no nos diera
tiempo bastante para gozar, sino para sufrir. Hay horas de más; pero son horas
de menos, perdidas en nuestras relaciones humanas, en el ambiente que no
percibimos. De cuando en cuando, la vida nos da un aviso, como queriendo
recordarnos la vida misma que se nos escapa entre los dedos. Solo entonces nos
asimos a ellos para agarrarnos a ella; pero hemos perdido ya una hora de
nuestra vida, una hora de menos, cuando hubimos horas de más.
El año, como fracción entera del tiempo, lo recibimos con
optimismo desmedido, como si los malos recuerdos del que terminó acabasen con
el que principia. Hombres y mujeres se desean el cumplimiento de sus mejores
deseos; pero, ¿hemos hecho recapitulación de ellos? Transcurre tan rápido que
ni siquiera lo advertimos. Pasan las horas, los días, los años, y cada hora,
cada día, cada año, perdemos a alguien que teníamos a nuestro lado y cuya
presencia apenas advertimos. El tiempo nos hizo olvidar su figura, su habla,
los momentos compartidos. Y cuando llega la hora, ya no tenemos tiempo, no hay
una hora más de prórroga, sino una hora de menos. Echamos de menos, entonces,
las horas de más perdidas; percibimos la hora de menos con que contamos.
El último día del año ponemos en hora la nueva agenda.
Repasamos fechas, aconteceres, algunas horas de las veinticuatro del día;
nombres y fechas recordados, grabados que, caducos, enterramos rotos en
pedazos. Damos nombres de baja, porque ya no hubieren horas de más; damos otros
de alta que surgieron en el caminar. Los recordamos a todos; quisiéramos
tenerlos juntos en la agenda de la vida; pero pasa el tiempo, enemigo de la
memoria, cuando tantas horas hubimos para cultivarla, y las echamos a perder.
"Todo pasa", melancolía grabada en un dintel del balcón trasero del Palacio del Marqués de Mirabel, en Plasencia,
nos avisa de la caducidad del tiempo: las horas, los días, los años..., menos
la memoria escrita que nos legaren; su viva memoria que pervivirá con nosotros
mientras la hubiéremos, con horas de más, pero siempre con una hora de menos.
"Es que no tengo tiempo", acostumbramos a decir. Lo tenemos de más,
pero con una hora de menos, como en Canarias, Y cuando hasta esta perdamos, no
podremos declamar, como Miguel Hernández, la elegía a su amigo Ramón Sijé, en
un vano intento del retorno a la vida:
"Temprano
levantó la muerte el vuelo
Temprano
madrugó la madrugada
Temprano
estás rodando por el suelo...
A
las aladas almas de las rosas...
Del
almendro de nata te requiero:
Que
tenemos que hablar de muchas cosas,
Compañero
del alma, compañero."
Entonces, mi niña, cuando las horas
pasadas ya eran flores marchitas y no tuvimos una hora de más, ni de menos,
aunque la hubimos, con tantos medios, con tan poca distancia para encontrarnos,
que solo nos hallaremos quizás en la otra vida, cuando la eternidad no cuente
las horas de más que hubimos, y de menos que tenemos, como en la canción de
Fernando Manzanero, tratando de detener el reloj que avanza imparable a su
destino:
"Reloj, no cuentes las horas
Porque voy a enloquecer
Ella se irá para siempre
Cuando amanezca otra vez..."
Hasta que nuestra palabra, y sola
ella, mande sobre el discurrir del tiempo para condensarlo, aprehenderlo,
disfrutarlo, aun con una hora siempre de menos...
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