En el colegio,
alguna vez nos preguntaron si habíamos visto el mar. Casi nadie contestaba.
Habitantes, los más, de la Extremadura interior, entre Tajo y Guadiana, entre
norte y sur de ambos, ninguno había viajado a los confines de su tierra frente
a la mar. Tan solo conocieren sus ríos o pantanos, en los que se bañaren en
verano.
Hasta
que no fueren bachilleres, no conocieren el mar en alguna excusión
escolar. Mientras el autobús avanzaba
hacia la costa, los ojos escudriñaban tras las curvas de la N-340, a un golpe
de vista. El profesor les había dicho que quien no conociere el mar, nada
sabría de la tierra, el mar azul, la inmensidad del mar, que se pierde en los
confines de la redondez de la Tierra; el agua salada frente al agua dulce; la
inmensa fuente de recursos alimenticios para el hombre…; pero el mar estaba tan
lejos…, muy lejano para quienes solo salían del pueblo para hacer la mili, quizá no frente al mar. El mar,
la mar, se adivinaba como un misterio inescrutable por descubrir con la mirada,
por soñar en su inmensidad, perdida en su horizonte, como un reto por alcanzar;
la maravilla de la naturaleza por descubrir.
Memoraba
aquel viaje en el que sus ojos lo vieren por primera vez. Desde la carretera,
el mar aparecía y se difuminaba a la vez en un plis-plas. No hubiere tiempo a aprehenderlo en la memoria; tan solo
fuere un barrunto de la unión que más nos atrajeren -- las marinas de Sorolla-- que nuestra propia
visión de la mar.
Pasados
los años, al fin pudo hollar la mar: se bañaba en él; jugaba como un niño
salvando las olas que rompían contra la playa; ora montaba sobre un patinete;
paseaba por la fresca orilla, huidizo de las arenas interiores que quemaban los
pies. Desde la orilla, se solazaba contemplando los barcos de recreo que
surcaban sus aguas. Al atardecer, el mar era otra cosa. Apenas quedaban
bañistas que apuraban las horas hasta la anochecida. Los chicos jugaban al
fútbol o al voleibol…, hasta que la luz solar se difuminaba en el horizonte. Solo
entonces, al anochecer, disfrutaba de la inmensidad del mar. Las luces del
paseo marítimo iluminaban las playas vacías. En el horizonte, titilaban las
luces de los barcos de pesca. De cuando en cuando, otras luces intermitentes
–ascendentes, descendentes—te indicaban los vuelos de aviones comerciales de
ida o regreso al próximo aeropuerto.
En
el anochecer, la vista no alcanzaba a ver el horizonte de la mar, hasta por la
mañana, en que, por el orto, apareciere el astro rey. Las escasas luces sobre
el mar se alternaban ahora con cientos de las viviendas que, desde la primera
línea de playa, reptaban sobre la sierra, esclareciendo la montaña sobre el
mar. Quizá sus habitantes, ahora desde sus terrazas al mar, observaren la mar
que apenas hollaren durante el día con sus cuerpos, el tiempo mínimo,
imprescindible, para nadar y guardar la ropa. Durante la noche, algún día las
olas le despertaren rompiendo sobre la
playa, y pensare en los pescadores que faenaren mar adentro hasta el amanecer,
cuando en la lonja, los vendedores de la tierra esperaren los frutos de la mar.
Solo entonces recordare los versos de Alberti
–“Marinero en tierra”-- que no le enseñaren en la escuela:
“Gimiendo por ver el mar,
Un
marinerito en tierra
Iza
al aire este lamento:
¡Ay
mi blusa marinera!
Siempre
me la inflaba el viento
Al
divisar la escollera”
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