No nos
sorprenden ya las muertes de hombres y mujeres solos en sus casas. Algunos
llevan meses y años; otros, apenas unos días, hasta que alguien los echa de
menos o el olor del cuerpo difunto delata su presencia ausente de la vida.
Algún vecino realiza una llamada: llegan los bomberos y la policía y lo que se
presumía, se convierte en realidad. Sin familia --la poca, ausente--, sin
dinero para hacer frente a las necesidades vitales, sin ganas ya de hablar ni
de vivir, se dejan llevar por el río de la vida, que hubieren abundante.
No por ello, la muerte de José Manuel (Sevilla, 1956; Cáceres, 28/08/2018), vecino del número
7 de la calle Argentina, de Cáceres, no ha dejado de sorprendernos. Le vi por última
vez a primeros de julio. Tomaba un café; hablaba con el camarero de sus chicos,
un equipo infantil al que entrenaba. Me dio la noticia de la muerte de otro
amigo que se había ido joven por un cáncer. Hace unos años había fallecido su
padre, sacristán en la parroquia de Fátima. Le acompañé al funeral, que me
agradeció días después. Su padre murió frente a él cuando le daba de comer. Se
quedó dormido para siempre. Murió sin testar. Seis meses le llevó hacer el
testamento hasta que por fin pudo mirar a un futuro que le negaba la vida. A
los 62 años, a primeros de julio, encontró al fin trabajo en el Plan de Empleo
Social del Ayuntamiento, en los servicios de jardinería. El contrato duraría
hasta el 31 de diciembre; pero faltaba desde el día 14 de agosto. El día 20,
desde el ayuntamiento intentaron contactar con él. Su voz ya no respondía.
Estaba muerto en su cama, solo. Cuentan quienes más le trataban que se hallaba
mal, tenía mal aspecto, había adelgazado mucho; pero se negaba a ir al médico.
Como a tantos hombres y mujeres de su generación, la vida
le dio el esquinazo. Había estudiado Medicina en Sevilla. Me contaba cómo hacía
los exámenes de Anatomía: primero, un adjunto; después, otro y, finalmente, el
catedrático. Habría de conocer el cuerpo humano a la perfección: qué hueso es
este; qué función cumple; que músculos le rodean... y, así, hasta el repaso
total por el titular de la cátedra... Me hablaba de los entrenamientos con sus chicos
infantiles de fútbol, a los que dirigiere; de la comida, de la que conociere
bastante, no en vano fue cocinero en algunos locales de la ciudad. Estudiar
Medicina para eso..., para ser pinche de cocina; para terminar con un empleo
social en los jardines, como los 4.000 del II Plan de Empleo Social de la Junta
y las Diputaciones, publicado en vísperas de su muerte, que se desarrollará en la
proximidad electoral, en el que no estarán todos los que son.
José Manuel
solo tenía 62 años. Había cuidado de su padre hasta su muerte. No veía a su
mujer, residente en Lisboa. Hablábamos y me decía: "Me voy a darle la
comida a mi padre..." Hasta que un día no llegó a la última cucharada. Así
me lo contó días después. Como él, al fin con trabajo, pero sin ganas ya de
vivir, ni de visitar al médico para curarse de su mal. Se acostó en su cama y
se quedó dormido para siempre. Casi semana y media después, un vecino da el
aviso y llega la confirmación. Todo llega tarde, todo pasa, como la vida misma,
que se llevó a José Manuel.
En los
despachos de la capital, nada saben de esto, ni nada les importa, si acaso
ahora dar más medallas a las mujeres, las heroínas del hogar, como las llamaba
el Generalísimo, ahora tan de actualidad, porque desean exhumarle. No hay otros
problemas más importantes en España. La apagada vida de José Manuel es una apelación a nuestra conciencia en una sociedad
deshumanizada, dividida, agrietada por los políticos capaces solo de mirarse
sus ombligos y no por quienes debieren luchar y entregar su vocación, si la
hubieren; pero nada importa más que el "yo", y después "yo" y solo "yo"... ¿Qué vamos a festejar: el tren que nos deja tirados, la vida misma si no huimos de nuestra tierra..., los pueblos cada día más solos...?
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