lunes, 16 de junio de 2008

LA ROJA QUE NOS UNE

A los españoles nos unen las grandes pasiones y nos dividen las banderías, sean éstas políticas, religiosas, culturales, de etnias o razas.

España está hoy más unida que nunca junto a su bandera. “La roja nos une”, proclaman cientos de españoles en el Tirol austriaco. La bandera, como símbolo de la nación, que todos apoyamos como una piña en busca del triunfo que puedan obtener quienes nos representan en el deporte más popular: el fútbol.

La roja que nos une y las banderías que nos dividen: la huelga de los camioneros, la avaricia de los acaparadores, de los pescadores a río revuelto, la fruta nunca prohibida y pisoteada, el sudor baldío, las discusiones estériles, los enfados sin sentido…, y, al final, un partido que siempre pierden los perdedores de siempre: los débiles, los que más trabajan y sufren, los que menos ganan y todo lo pierden para que otros se enriquezcan a costa de los sudores ajenos.

La vida es un partido diario que jugamos todos, en el que unos ganan y otros pierden, y en el que el empate no vale para nada, si acaso para bajar, nunca para subir peldaños. Si nuestra bandera fuera siempre la roja, como lo fue antes y lo es ahora, la fervorosa unidad que hoy concita nos ahorraría gran parte del tiempo perdido, de vanos empeños, de la envidia que nunca sabemos despejar, de la intolerancia que nos quema los dedos cuando nos olvidamos del símbolo nacional que nos une e intentamos superponer sobre ella nuestras propias banderías, y el punta adversario nos hace la cama que no hicimos a tiempo.

Para nada valen ya, sino para la historia, los goles de Zarra a Williams en 1950, nuestra mejor clasificación en un Mundial: semifinalistas; ni el gol de Marcelino a la URSS, junto al de Pereda, nuestra única Eurocopa en 1964; ni el fallo de Arconada en 1984 en la final contra Francia, que nunca debimos perder, pese al gol de Platini, presidente hoy de la UEFA, que se le coló a Arconada, y el postrero de Bellone.

La mayoría, ni se acuerda de eso; pero la mayoría desea al fin, alrededor de la roja que nos une y siempre nos arrebató el ánimo, que por una vez, como en aquellas otras fechas históricas, el deporte que más pasión y dinero mueve, el más popular, ante el que nadie es indiferente durante estos días, nos otorgue la gracia de pasar los cuartos, las semifinales y la final.

Sólo eso, como el 12-1 a Malta, del 21 de diciembre de 1983, sirve para liberar a millones de españoles de tantas derrotas como nos da la vida, de tantos partidos perdidos y empatados, para que solo unos pocos puedan alzar cada día la copa de su victoria sobre los demás: la victoria que nunca nos la puede dar un deporte profesional, aunque la obtuviéramos en buena lid, sino los profesionales de una globalización que nos empobrece, como si de ilusiones perdidas o besos nunca hallados o perdidos para siempre se tratase; el alma y el corazón rotos por la amargura del partido disputado, pero perdido, muy a nuestro pesar. Al final, la roja siempre nos unirá, como la interpretación del himno aún sin letra que nos emociona en los prolegómenos de un partido o en los desfiles de los soldados que rinden honores a la roja.

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