viernes, 31 de octubre de 2008

DESPEDIDAS EN GRANADILLA

Para Diosdado Rodríguez que se marchó de Granadilla a los 4 años, pero volvió a la” tierra prometida” para quedarse en ella hasta su hora.

Desde el inicio de la construcción de la presa de Gabriel y Galán, en 1957, Granadilla fue una despedida continua en la antesala de su propia muerte. Los llantos despedían a los vivos, como premonición de aquélla: la de la villa perdida y la de los hombres y mujeres que hubieron de marchar al exilio.

Niños aún, contemplábamos atónitos las lágrimas de todo un pueblo, despidiéndose un día sí, y otro para enjugar las lágrimas, a las familias que iban marchándose: unos, a Cataluña; otros, al País Vasco; a Francia, Suiza, Madrid, Salamanca, Plasencia, Cáceres y, finalmente, a Alagón, entonces del Caudillo, el pueblo elegido para el destierro que impulsaron las aguas embalsadas de nuestro propio río: el Alagón.

No había en las despedidas de Granadilla luto oficial; ni enemigos que durante años se hablaren. Solo lágrimas de rabia, de impotencia, de adioses premonitorios de una separación quizá ya para siempre. Como si la muerte de la villa fuere el anuncio del Apocalipsis de la muerte de todos sus habitantes.

Vísperas de la festividad de Todos los Santos y del Día de Difuntos, los últimos de Granadilla y sus descendientes, nacidos en el exilio de las aguas, tornan a la cuna perdida para honrar a los muertos que allí dejaron, en el nuevo camposanto construido fuera del alcance de las aguas. Ni hasta los muertos pudieron descansar en paz y hubieron de realizar, años después, el último viaje en su propia tierra.

El camión cargado con los enseres, ya en la plaza, y comenzaba el duelo de la despedida: abrazos, besos, lágrimas, palabras ininteligibles salidas del corazón, los mejores deseos para la nueva vida; el adiós nunca imaginado, pero vivido y sufrido. Y después: ¿quién será el siguiente?

Las fuerzas vivas del Régimen azuzaban a los remisos: “¡Váyanse ya!, ¡llévense hasta las sillas”, sin las expropiaciones satisfechas, sin un duro en el bolsillo para iniciar la nueva vida; con las tierras ya expropiadas y alquiladas ahora a la Confederación para poder subsistir hasta el día de la marcha definitiva. ¿Y para qué tanta prisa? Si cuando las “fuerzas nacionales” alcanzaron su último objetivo, mediados del 65, transcurrieron quince años de abandono, de rapiña, de violaciones de las tumbas de nuestro templo; tejados arrancados de cuajo; las rejas de ventanas y balcones, para quienes les sirvieren; la maleza creciente entre reptiles y piedras caídas, impidiendo el paso por la calle Mayor hasta la iglesia, con guardas, pero sin el guarda Avelino que, desde lo alto del castillo primero y con su yegua y vehículo después, vigilare posibles incendios y las propiedades ya de otros.

Tan solo cuando en 1980 llegó el programa de reconstrucción de pueblos abandonados, Granadilla recobró de nuevo, poco a poco, el esplendor del pasado. Y solo hasta entonces no pudo ser lo que siempre fue: conjunto histórico-artístico de ámbito nacional. “A la vejez, viruelas”. No intervino aquí la Confederación, que también se deja caer, por abandono, el propio poblado de Gabriel y Galán, construido en los 50 para cobijo de los trabajadores de la presa: el otro poblado despoblado, apenas poblado, sede al menos de una Mancomunidad y de un Grupo de Acción Local que trabajan por esa tierra y el pueblo que les dio nombre: Tierras de Granadilla, señorío de villa y tierras; el pueblo de las tres culturas desterradas, allí nacidas, criadas y de allí expulsadas: los árabes, sus fundadores, por la Reconquista; los judíos, por su fe; los cristianos, por el desarrollismo franquista. Los primeros, por las fuerzas de las armas; los otros dos, por las de la ley, injustas con los hombres libres de profesar su propia fe, o de realizar sus vidas junto a las vírgenes y santos que les iluminaren durante siglos.

En el culto a la muerte de una tierra nacida para vivir y no para morir, allí donde nacimos y crecimos, tornamos mañana al origen de nuestra vida, donde reposan nuestros ascendientes; quizá mi perrita “Estrella”; posiblemente mi burrito “Platero”, a cuyo lomos cargué tantas veces los cuatro cántaros de agua, y que hubimos de dejar en la otra orilla, imposible su vida en nuestra nueva vida en la ciudad de acogida.

Las despedidas de Granadilla tornan mañana en el reencuentro consigo misma: el de la muerte y la resurrección de su propia vida; la vida que se reencuentra con la muerte, el destino de una villa salvada para la eternidad con la adopción por su primera ciudad de referencia, su capital comarcana, su despensa de servicios: la benéfica Plasencia, acogedora de heridos de guerra y de heridos por la vida y por la nostalgia de su villa perdida, pueblo sin pueblo ya en la ciudad de su corazón; sin iglesia para orar, pero con dos catedrales para recordar a la Asunción, su patrona. Como Cabezabellosa, en la Trasierra, la única luz artificial que veíamos de noche, cuando la Luna y las estrellas eran las solas luminarias de nuestros juegos de niños en nuestra villa de vida, en nuestro pueblo de muerte, hasta que ésta nos separe definitivamente de la nostalgia del corazón: Granadilla; del alma de nuestra adoptiva y amada ciudad: Plasencia, a orillas de cuyo río, afluente de nuestro Alagón, también aguardan la resurrección de la vida algunos de los míos, nacidos en Granadilla, que por última vez vieren la luz de este mundo en Plasencia: Paulino, Flora, Isidra (en Valencia), Basilia…, familia toda de Granadilla, muerta en el destierro, como Dionisia, madre de Herminia, la hornera…., pocos días después de su partida, ya en Alagón, insuperable la pena tras abandonar su pueblo en el destierro profetizado.

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