miércoles, 8 de octubre de 2008

LOS OLVIDADOS

A José García Serrano, alcalde de Casas de Miravete

Sólo en sus pueblos parecen conocerles. Son seres casi anónimos, pero con nombres y apellidos. Con más voluntad que aciertos; con más ilusión que dinero; con más sacrificio del que se les pide; con más cariño a sus pueblos que el que reciben; con más voluntad de diálogo que esperanza alguna de reconocimiento a su labor.

No son nuestros “olvidados” los enterrados, sólo Dios sabe dónde, por sus ideas durante la irracionalidad de una guerra que quisieren olvidar, pero no pueden, porque la memoria es la esclavitud que les hace luchar hoy por la libertad, la justicia y la igualdad; el recuerdo de lo que vieron u oyeron mantiene su fe y alimentan su lucha por una sociedad mejor para sus descendientes.

Son los alcaldes de pueblo, los olvidados de los poderosos que, aun aupados al poder a dedo, y gracias a su trabajo, no les reciben ni les escuchan; como si el “vuelva usted mañana” de ayer fuere un eco interminable en la soledad en que se debate su gestión. Sin financiación, sin ayudas de la corte más cercana, sin una voz al otro lado del teléfono, o del correo electrónico, que les dé la cita que nunca llega. “El director está reunido”, les repiten hasta la saciedad las secretarias, voz de sus amos, tomándoles el pelo en actitud irreverente.

“Tan solo confiamos en el Presidente, que ahora viene por los pueblos. Espero que nos toque algún día; pero lo que es a los consejeros y a sus directores, no hay quien pueda ni hablar con ellos. Solo deseamos que nos escuchen y nos digan la verdad. Nos encontramos muy solos”, me confesaba un alcalde de pueblo extremeño.

De dónde salen sus cargos, sino de los graneros de votos por ellos cultivados. Qué hicieren los alcaldes de pueblo de Extremadura para merecer esta soledad a la que se sienten condenados, sino servir a su pueblo. Y qué hacen los nombrados a su costa sino responderles con algo peor que el silencio administrativo: recluirles en su propia soledad del pueblo, dedicándose, en ocasiones, a desandar lo andado, a criticar a sus predecesores, a olvidarles, como a los alcaldes, como si ellos se creyeran en el Olimpo de los dioses, del que un día no lejano habrán de bajarse para pisar y reconocer la tierra en la que viven.

Los olvidados, ni protestan. Callan y hacen lo que pueden. Como decía uno no hace mucho: “En nuestro pueblo tenemos poco, pero es que antes no teníamos nada.” Menos da una piedra, y por ello siguen en la brecha, soportando incomprensiones de quienes no debieran, críticas por lo que hacen o dejan de hacer, no porque no quisieren hacer más por su pueblo, sino porque no pueden por sí solos.

Sacrifican por su pueblo a su familia y hasta su escaso tiempo de ocio; sufren porque no pueden pagar a sus trabajadores municipales… y “el director sigue reunido”. Quizás un día, cuando ellos les necesiten, podrán responderle con la réplica evángelica: “Tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; era forastero, y no me acogiste; estaba desnudo, y no me vestiste; enfermo y en la cárcel, y no me visitaste.” Y cuando se pregunten cómo ocurrió eso, les responderán como el Maestro: “En verdad os digo que cuanto dejaste de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejaste de hacerlo.” (Mateo, 25: 31-46).

Son los olvidados de un Dios lejano, pero no tanto como antes, cuando los mandados de aquellos dioses del ayer repetían sin cesar: “Vuelva usted mañana”. También ellos tornarán un día a sus pueblos, Extremadura toda pueblo, a reencontrarse con una realidad que parecen haber olvidado, porque todo pasa y la vida es breve, aunque hoy calienten sus asientos para responder con el silencio a quienes no debieren.

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